El genio pictórico de Carlos Orozco Romero: Karicato

 

EL INFORMADOR Guadalajara, Jalisco, México - Domingo 06 de Noviembre de 2005

 

 

Entre los grandes artistas que Jalisco ha dado al arte mexicano se encuentra en un destacado lugar Carlos Orozco Romero, cuya aportación pictórica, realizada en diferentes etapas, nutrió la pluralidad expresiva y estilística de las vanguardias históricas que se cultivaron en nuestro país.

 

Nació en Guadalajara en 1896. Su padre fue el fotógrafo Jesús F. Orozco, quien estimuló la inclinación vocacional de su hijo desde que éste comenzó a mostrar aptitudes para el dibujo en la escuela primaria. Su primer maestro de pintura fue Luis de la Torre, un pintor que dominaba diferentes técnicas, pero enseñaba más con el ejemplo que fundado en un método organizado. Carlos, durante aquella época, copiaba bodegones, paisajes y temas religiosos.

 

Después asistió al taller de Juan Ixca Farías, de quien recibió un aprendizaje formal tanto en dibujo como en pintura. Los temas de su preferencia en este período formativo eran desnudos convencionales, realistas, sin adhesión a estilo alguno, que vendía a precios bajos para ayudarse en su economía. También realizaba caricaturas, satíricas en su mayoría, en las que se percibía la influencia del mordaz caricaturista Ernesto El Chango García Cabral, pero que denotaban que Carlos tenía chispa propia y era un buen fisonomista.

 

Orozco Romero, gracias a Ixca Farías, también fue miembro del Centro Bohemio, creado por Zuno en 1912, en el que se reunían los intelectuales y artistas más importantes de Guadalajara. En esta trascendente hermandad cultural cultivó amistades que posteriormente le serían de gran utilidad en su carrera.

 

En efecto, sólo tenía dieciocho años de edad cuando, gracias a sus contactos, decidió irse a la ciudad de México, donde su paisano Jorge Enciso lo recomendó en El Heraldo de México, diario en el que José Clemente Orozco trabajaba como ilustrador. El novel caricaturista, como prueba de sus aptitudes, presentó algunos ejemplos de su ingenio a los dirigentes del periódico, quienes lo aceptaron de inmediato con buen sueldo. Más tarde, al separarse del diario José Clemente Orozco, Carlos lo sustituyó y empezó a colaborar también en otros rotativos y revistas: Excélsior, El Universal, El Universal Ilustrado y Revista de Revistas. Por su buen desempeño en esta actividad sus amigos le llamaban Karicato.

 

En 1920 contrajo matrimonio con María Marín, quien sería su musa y modelo principal, y decidió abandonar su habitual empleo, pues aunque tenía buenos ingresos, no se sentía realizado como ilustrador de periódicos y revistas porque quería ser un verdadero artista. Entonces decidió, cuando tenía veinticinco años, continuar su preparación artística en Europa, sin haber asistido como alumno a la Academia de San Carlos, porque la consideraba un escalón que ya había superado en sus aspiraciones formativas.

Para lograr su propósito tuvo que regresar primero a Guadalajara, donde con la ayuda algunos artistas jaliscienses que incursionaban en la política, logró que el gobierno de Jalisco le otorgara una pensión de cinco pesos diarios, que entonces eran suficientes para costear su estancia en España.

 

En 1921 se trasladó al Viejo Continente y se estableció en Madrid, donde se dedicó a perfeccionar su técnica y a pintar diferentes temas con resoluciones vanguardistas, además, cuando tenía oportunidad, viajaba a diferentes lugares de la península española, lo que fue ampliando su visión del mundo y su cultura. En 1922 participó en el Salón de Otoño de Madrid, en el que su obra fue elogiada por la crítica.

 

Ese mismo año regresó al México, con mayor madurez, y al poco tiempo presentó su primera exposición individual, Dibujos, caricaturas y pinturas, en el Museo del Estado de Jalisco, que dirigía su ex profesor Ixca Farías. Debido a la calidad evidente de su pintura fue contratado para realizar en el mismo museo el mural titulado Alfareros tonaltecas, en encáustica, sobre una superficie de treinta y cinco metros cuadrados, que terminó en 1923.

 

Entre 1924 y 1926 ejecutó, con la misma técnica, dos murales más en su ciudad natal: el primero, Aplicación a las artes de la vida, en la Biblioteca Pública del Estado, y el segundo, Hombre apisonando la tierra, en la Dirección General de Caminos de Guadalajara. Estas fueron las únicas obras monumentales que realizó en su vida.

 

Durante este tiempo también impartió clases de pintura y grabado en madera en la Escuela Preparatoria de Jalisco y él mismo tomó un curso de grabado con el artista peruano José Sabogal, quien vivía en la capital jalisciense, y fue el editor del libro Los pequeños grabadores en madera.

 

Pero pronto el ambiente provinciano de su terruño quedó corto para sus ambiciones y crecimiento, por lo que, en 1928, regresó a la ciudad de México, donde inicialmente alternó tres actividades distintas: fue inspector de artes plásticas, pintor y, temporalmente, caricaturista. Un año después presentó en el Palacio de Iturbide de la capital, otra muestra individual: Caricaturas y dibujos.

 

A partir de 1929 fue acrecentando su prestigio como pintor, promotor y maestro de artes plásticas. Su presencia pictórica en exposiciones importantes comenzó a ser requerida. Sólo tenía treinta y cuatro años cuando fue invitado a exponer individualmente en el Art Center de Nueva York, donde comenzó su prestigio en el extranjero.

 

En 1931, en compañía de Carlos Mérida, fundó la Galería de Arte Moderno, en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes, que aún no estaba terminado en gran parte (se inauguró en 1934).

En los años siguientes continuó con sus inquietudes interdisciplinarias, pues además de pintar y presentar exposiciones fundó, también con Carlos Mérida, la Escuela de Danza del Palacio de Bellas Artes, publicó revistas de la Secretaría de Educación Pública, hizo escenografías, diseñó vestuario para personajes de teatro, escribió artículos en revistas culturales, como Letras de México, y fue profesor de artes plásticas en la Academia la Esmeralda.

 

Un pasaje de gran importancia en su vida ocurrió cuando la fundación John Simon Guggenheim le otorgó una beca que le permitió residir de 1939 a 1940 en Nueva York, donde trabajó en talleres artísticos y pudo promover el arte mexicano al presentar dos exitosas muestras individuales.

 

Como todos los artistas talentosos, Orozco Romero se fue convirtiendo con el paso de los años en figura pública solicitada y homenajeada. A partir de los cincuenta años de edad nunca le faltaron muestras pictóricas ni clientes que solicitaban su trabajo creativo; también hacía retratos por encargo y viajes al extranjero en los que participaba en bienales; formó parte del jurado en varios certámenes de artes plásticas y se daba tiempo para dar entrevistas de prensa.

En 1956, cuando cumplió sesenta años, el Congreso del Estado de Jalisco le otorgó la presea José Clemente Orozco y, en 1964, Año de las Artes Plásticas Jaliscienses, el gobierno le concedió la Placa de Oro por sus méritos artísticos.

 

En 1962 fue nombrado director del Museo de Arte Moderno de México y en 1974 fue invitado a participar en la Academia de Artes, lo cual representó un reconocimiento a su trayectoria. Finalmente, en 1980, el presidente José López Portillo le otorgó el Premio Nacional de Arte.

 

Este destacado tapatío participó en más de ochenta muestras entre individuales y colectivas en México y el extranjero. Su obra se encuentra en su mayor parte en colecciones particulares, instituciones públicas y museos. Entre éstos destacan el Museo de Arte Moderno de la ciudad de México, el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Museo de Arte Moderno de Estocolmo, el Museo de Arte Moderno de Tokio, el Museo Nacional de Varsovia, el Museo de Arte Moderno de París, el Museo de Arte Contemporáneo de Sao Paulo, el Museo Regional de Guadalajara y el Instituto Cultural Cabañas de la misma ciudad.

 

Su obra tuvo etapas evolutivas eclécticas en la primera parte de su vida; pero más tarde su genio e intuición lo llevaron a definir su impronta con un lenguaje distintivo en morfología y colorido. Salvo excepciones, no existe en su obra tendencia a las expresiones mexicanistas que nutrieron a la Escuela Mexicana de Pintura.

 

Los temas de inspiración popular de los años veinte y la primera mitad de la década de los treinta, por su variedad, parecen ser sólo un medio para expresar inquietudes y propuestas tendientes a encontrar un lenguaje propio.

Orozco Romero culminó su discurso estético y artístico en dos vertientes; por un lado, la figura humana y el retrato, expresiones en las que ejerció una libertad expresionista inusitada con resoluciones sorprendentes que en algunas obras tienden, sin perder el ritmo y la identidad, al cubismo y el realismo mágico. No faltan, aunque en menor grado, algunos retratos que se vinculan al realismo y que de alguna manera desvían, sin consecuencias, su línea estilística.

 

Por otro lado se encuentra el paisaje, que lo ubica como un maestro de sensibilidad refinada que recrea con visión estética individual panoramas abiertos, valles con montañas, cerros escarpados, cielos nublados y hasta volcanes sin elementos decorativos, como árboles y matorrales, aunque prevalece el equilibrio de su policromía emblemática.

 

La elegancia y el gusto sobrio fueron algunas de las características que identifican la obras de este artista, reconocido en la actualidad como una figura sobresaliente y paradigmática de la pintura mexicana del siglo XX, cuyo indudable genio y legado artístico ha acrecentado el prestigio del arte jalisciense. Murió en la ciudad de México en 1983.

 

 

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