El genio pictórico de Carlos Orozco
Romero: Karicato
Entre los
grandes artistas que Jalisco ha dado al arte mexicano se encuentra en un
destacado lugar Carlos Orozco Romero, cuya aportación pictórica, realizada en
diferentes etapas, nutrió la pluralidad expresiva y estilística de las
vanguardias históricas que se cultivaron en nuestro país.
Nació en
Guadalajara en 1896. Su padre fue el fotógrafo Jesús F. Orozco, quien estimuló
la inclinación vocacional de su hijo desde que éste comenzó a mostrar aptitudes
para el dibujo en la escuela primaria. Su primer maestro de pintura fue Luis de
la Torre, un pintor que dominaba diferentes técnicas, pero enseñaba más con el
ejemplo que fundado en un método organizado. Carlos, durante aquella época,
copiaba bodegones, paisajes y temas religiosos.
Después
asistió al taller de Juan Ixca Farías, de quien recibió un aprendizaje
formal tanto en dibujo como en pintura. Los temas de su preferencia en este
período formativo eran desnudos convencionales, realistas, sin adhesión a
estilo alguno, que vendía a precios bajos para ayudarse en su economía. También
realizaba caricaturas, satíricas en su mayoría, en las que se percibía la
influencia del mordaz caricaturista Ernesto El Chango García Cabral, pero que
denotaban que Carlos tenía chispa propia y era un buen fisonomista.
Orozco
Romero, gracias a Ixca Farías, también fue miembro del Centro Bohemio, creado
por Zuno en 1912, en el que se reunían los
intelectuales y artistas más importantes de Guadalajara. En esta trascendente
hermandad cultural cultivó amistades que posteriormente le serían de gran
utilidad en su carrera.
En efecto,
sólo tenía dieciocho años de edad cuando, gracias a sus contactos, decidió irse
a la ciudad de México, donde su paisano Jorge Enciso lo recomendó en El Heraldo
de México, diario en el que José Clemente Orozco trabajaba como ilustrador. El
novel caricaturista, como prueba de sus aptitudes, presentó algunos ejemplos de
su ingenio a los dirigentes del periódico, quienes lo aceptaron de inmediato
con buen sueldo. Más tarde, al separarse del diario José Clemente Orozco,
Carlos lo sustituyó y empezó a colaborar también en otros rotativos y revistas:
Excélsior, El Universal, El Universal Ilustrado y Revista de Revistas. Por su
buen desempeño en esta actividad sus amigos le llamaban Karicato.
En 1920
contrajo matrimonio con María Marín, quien sería su musa y modelo principal, y
decidió abandonar su habitual empleo, pues aunque tenía buenos ingresos, no se
sentía realizado como ilustrador de periódicos y revistas porque quería ser un
verdadero artista. Entonces decidió, cuando tenía veinticinco años, continuar
su preparación artística en Europa, sin haber asistido como alumno a la
Academia de San Carlos, porque la consideraba un escalón que ya había superado
en sus aspiraciones formativas.
Para lograr
su propósito tuvo que regresar primero a Guadalajara, donde con la ayuda
algunos artistas jaliscienses que incursionaban en la política, logró que el
gobierno de Jalisco le otorgara una pensión de cinco pesos diarios, que
entonces eran suficientes para costear su estancia en España.
En 1921 se
trasladó al Viejo Continente y se estableció en Madrid, donde se dedicó a
perfeccionar su técnica y a pintar diferentes temas con resoluciones
vanguardistas, además, cuando tenía oportunidad, viajaba a diferentes lugares
de la península española, lo que fue ampliando su visión del mundo y su
cultura. En 1922 participó en el Salón de Otoño de Madrid, en el que su obra
fue elogiada por la crítica.
Ese mismo año
regresó al México, con mayor madurez, y al poco tiempo presentó su primera
exposición individual, Dibujos, caricaturas y pinturas, en el Museo del Estado
de Jalisco, que dirigía su ex profesor Ixca Farías. Debido a la calidad
evidente de su pintura fue contratado para realizar en el mismo museo el mural
titulado Alfareros tonaltecas, en encáustica, sobre una superficie de treinta y
cinco metros cuadrados, que terminó en 1923.
Entre 1924 y
1926 ejecutó, con la misma técnica, dos murales más en su ciudad natal: el
primero, Aplicación a las artes de la vida, en la Biblioteca Pública del
Estado, y el segundo, Hombre apisonando la tierra, en la Dirección General de
Caminos de Guadalajara. Estas fueron las únicas obras monumentales que realizó
en su vida.
Durante este
tiempo también impartió clases de pintura y grabado en madera en la Escuela
Preparatoria de Jalisco y él mismo tomó un curso de grabado con el artista
peruano José Sabogal, quien vivía en la capital jalisciense, y fue el editor
del libro Los pequeños grabadores en madera.
Pero pronto
el ambiente provinciano de su terruño quedó corto para sus ambiciones y crecimiento,
por lo que, en 1928, regresó a la ciudad de México, donde inicialmente alternó
tres actividades distintas: fue inspector de artes plásticas, pintor y,
temporalmente, caricaturista. Un año después presentó en el Palacio de Iturbide
de la capital, otra muestra individual: Caricaturas y dibujos.
A partir de
1929 fue acrecentando su prestigio como pintor, promotor y maestro de artes
plásticas. Su presencia pictórica en exposiciones importantes comenzó a ser
requerida. Sólo tenía treinta y cuatro años cuando fue invitado a exponer
individualmente en el Art Center de Nueva York, donde comenzó su prestigio en
el extranjero.
En 1931, en
compañía de Carlos Mérida, fundó la Galería de Arte Moderno, en el vestíbulo
del Palacio de Bellas Artes, que aún no estaba terminado en gran parte (se
inauguró en 1934).
En los años
siguientes continuó con sus inquietudes interdisciplinarias, pues además de
pintar y presentar exposiciones fundó, también con Carlos Mérida, la Escuela de
Danza del Palacio de Bellas Artes, publicó revistas de la Secretaría de
Educación Pública, hizo escenografías, diseñó vestuario para personajes de
teatro, escribió artículos en revistas culturales, como Letras de México, y fue
profesor de artes plásticas en la Academia la Esmeralda.
Un pasaje de
gran importancia en su vida ocurrió cuando la fundación John Simon Guggenheim
le otorgó una beca que le permitió residir de 1939 a 1940 en Nueva York, donde
trabajó en talleres artísticos y pudo promover el arte mexicano al presentar
dos exitosas muestras individuales.
Como todos
los artistas talentosos, Orozco Romero se fue convirtiendo con el paso de los
años en figura pública solicitada y homenajeada. A partir de los cincuenta años
de edad nunca le faltaron muestras pictóricas ni clientes que solicitaban su
trabajo creativo; también hacía retratos por encargo y viajes al extranjero en
los que participaba en bienales; formó parte del jurado en varios certámenes de
artes plásticas y se daba tiempo para dar entrevistas de prensa.
En 1956,
cuando cumplió sesenta años, el Congreso del Estado de Jalisco le otorgó la
presea José Clemente Orozco y, en 1964, Año de las Artes Plásticas
Jaliscienses, el gobierno le concedió la Placa de Oro por sus méritos
artísticos.
En 1962 fue
nombrado director del Museo de Arte Moderno de México y en 1974 fue invitado a
participar en la Academia de Artes, lo cual representó un reconocimiento a su
trayectoria. Finalmente, en 1980, el presidente José López Portillo le otorgó
el Premio Nacional de Arte.
Este
destacado tapatío participó en más de ochenta muestras entre individuales y
colectivas en México y el extranjero. Su obra se encuentra en su mayor parte en
colecciones particulares, instituciones públicas y museos. Entre éstos destacan
el Museo de Arte Moderno de la ciudad de México, el Museo de Arte Moderno de
Nueva York, el Museo de Arte Moderno de Estocolmo, el Museo de Arte Moderno de
Tokio, el Museo Nacional de Varsovia, el Museo de Arte Moderno de París, el
Museo de Arte Contemporáneo de Sao Paulo, el Museo Regional de Guadalajara y el
Instituto Cultural Cabañas de la misma ciudad.
Su obra tuvo
etapas evolutivas eclécticas en la primera parte de su vida; pero más tarde su
genio e intuición lo llevaron a definir su impronta con un lenguaje distintivo
en morfología y colorido. Salvo excepciones, no existe en su obra tendencia a
las expresiones mexicanistas que nutrieron a la Escuela Mexicana de Pintura.
Los temas de
inspiración popular de los años veinte y la primera mitad de la década de los
treinta, por su variedad, parecen ser sólo un medio para expresar inquietudes y
propuestas tendientes a encontrar un lenguaje propio.
Orozco Romero
culminó su discurso estético y artístico en dos vertientes; por un lado, la
figura humana y el retrato, expresiones en las que ejerció una libertad
expresionista inusitada con resoluciones sorprendentes que en algunas obras
tienden, sin perder el ritmo y la identidad, al cubismo y el realismo mágico.
No faltan, aunque en menor grado, algunos retratos que se vinculan al realismo
y que de alguna manera desvían, sin consecuencias, su línea estilística.
Por otro lado
se encuentra el paisaje, que lo ubica como un maestro de sensibilidad refinada
que recrea con visión estética individual panoramas abiertos, valles con
montañas, cerros escarpados, cielos nublados y hasta volcanes sin elementos
decorativos, como árboles y matorrales, aunque prevalece el equilibrio de su
policromía emblemática.
La elegancia
y el gusto sobrio fueron algunas de las características que identifican la
obras de este artista, reconocido en la actualidad como una figura sobresaliente
y paradigmática de la pintura mexicana del siglo XX, cuyo indudable genio y
legado artístico ha acrecentado el prestigio del arte jalisciense. Murió en la
ciudad de México en 1983.
ragodoy5@hotmail.com
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