El señor de la divina proporción: Chucho Reyes

Alejandro Rosas

En su morada no tenía un estudio en particular. La voz del artista lo arrastraba por todos los espacios de la casa de la colonia Juárez, la pasión lo movía de un lugar a otro para desarrollar su arte. El maestro escuchaba la voz de su instinto y de pronto se hallaba en el patio —síntesis de luz y vegetación— colocando burros y tablones, preparando tazones llenos de pintura, listo para en cada trazo transmitir su pasión. Con su larga barba parecía un mago, un alquimista medieval combinando pócimas y secretos ancestrales simplemente para crear. Así construyó Chucho Reyes su historia, con los colores de su vida.

Fue uno de los artistas más libres concebibles —escribió Carlos Monsiváis—, al carecer de cualquier vocación de recompensa y al depositarlo todo en el gozo del acto de creación. Por esa libertad, Reyes Ferreira pagó lo que para muchos sería un precio muy alto, no la escasez de admiradores sino el diario aprendizaje de la humildad... Las insistencias obsesivas de Reyes Ferreira —gallos, cristos, payasos, caballitos, niñas— desembocan en soluciones insólitas, combinaciones sorpresivas: allí está el estilo, la innegable presencia de un punto de vista unificado, y con todo allí se localiza también la riqueza y la variedad de ese punto de vista.


Don Chucho llegó a la ciudad de México en momentos en que la violencia de los campos de batalla tomaba por asalto la arena política. Era el año de 1927 y la contienda electoral se había manchado con la sangre de los candidatos Francisco Serrano y Arnulfo R. Gómez. La guerra cristera seguía llenando los encabezados de los periódicos y Obregón caminaba dichoso rumbo a la reelección presidencial, sin saber que meses más tarde la muerte lo visitaría disfrazada de José de León Toral.

Reyes tenía por entonces 45 años. Había salido huyendo del feroz conservadurismo de los tapatíos —exacerbado por la Cristiada— en busca de una ciudad más liberal donde pudiera mostrarse sin tapujos. Su arte necesitaba libertad y la encontró en la capital de la república. Ayudado por sus hermanas, desde Guadalajara trasladó un impresionante menaje: cientos de antigüedades, pinturas, muebles, relicarios, imágenes religiosas y su propia obra, todo perfectamente empacado y envuelto con papel periódico y engrudo para evitar alguna desgracia en el camino.

Se veía a sí mismo como coleccionista y anticuario, no como artista. Heredó de su padre el gusto por el arte antiguo y asimiló su conocimiento y experiencia. Metódico observador, desde joven supo apreciar la estética, la belleza, los rasgos íntimos de cada obra, y complementó su empírico aprendizaje del arte, con la otra cara de la moneda, la del creador: tomó clases de dibujo en el Liceo de Varones y trabajó como aprendiz en la Litografía e Imprenta de Loreto y Ancira, en la capital tapatía.

Mientras encontraba no una casa sino “la casa” en donde establecer su residencia, don Chucho se hospedó en el hotel Iturbide de las calles de Madero. Era tal la cantidad de piezas y obras que llevaba consigo, que se vio obligado a rentar un piso entero del legendario hotel. Tanto le agradó su domicilio temporal que durante su estancia se dio tiempo para realizar el domo que cubre el patio del otrora palacio del consumador de la independencia.

Antes de adquirir la casa de la colonia Juárez, Reyes pensó en comprar una propiedad en San Ángel Inn, pero consideró que se encontraba demasiado lejos de la ciudad de México. Prefirió entonces buscar una mejor opción, sobre todo al considerar que el mundo de los anticuarios —y el ambiente intelectual y artístico— se desarrollaba en las colonias cercanas al centro de la ciudad. Tampoco lo convenció la Casa Lamm.

Le gustó una construcción de estilo francés —típica del porfiriato— ubicada en la calle de Milán, en plena colonia Juárez, y la compró en diez mil pesos oro. La casa era grande, espaciosa y cómoda, adecuada para albergar todas sus antigüedades y desplegar su obra, pero sobre todo llamó su atención la historia que rodeaba a su nueva morada: se decía que en algún momento don Benito Juárez la había ocupado. Y aunque bastaba ver algún mapa de la ciudad de México de principios del siglo XX para percatarse que la historia no era cierta, pues la colonia Juárez había comenzado a trazarse desde 1900 –antes de ese año, en aquella zona sólo había llanos— la conseja popular le resultó simpática y secretamente la tomó como verdadera. Finalmente, algo del liberalismo juarista asomaba en su personalidad.

 

El adelantado

Tan pronto como adquirió la casa, Reyes le imprimió su sello personal. Los interiores fueron sometidos al cambio continuo. Gustaba montar y desmontar las habitaciones caprichosamente, con la misma libertad con que ejecutaba trazos sobre el papel de china. Su recámara, que ocupaba la planta alta, luego de unos meses amanecía en el otro extremo de la casa o en aun en la planta baja. Siempre en movimiento, cuando llegaba el verano don Jesús trasladaba sus aposentos al primer piso de la casa; al entrar el invierno, retornaba al segundo piso. De allí que la casa tuviera dos cocinas.

Entonces empieza a reconstruir, a remodelar, a quitar los estucos, a utilizar los materiales que le interesaban, como los techos que son lisos completamente —señala su sobrina Margarita Reyes—. Desviste la casa, la vuelve a reformar, construye pasadizos, quita muros, levanta otros, retira escaleras, cambia el corredor. Moderniza y crea su muy importante estilo reyes en cada rincón de su casona.

Rompió los moldes y modas de la época. Don Chucho era pintor, escultor, diseñador de todos sus muebles, con un sentido innato para el diseño de arquitectura y además decorador autodidacta —todo un artista—, capacidades que se sumaban a su vasto conocimiento de las antigüedades. Reyes desechó los viejos y nuevos estilos para materializar lo que concebía en su imaginación. Tenía la lúcida mente del visionario, del que vislumbra, y alcanzó lugares a los que nadie más podía acceder, iluminados por colores que tomaron forma en su obra. Las 17 habitaciones de la propiedad sufrieron una transformación tan radical que dio como resultado una decoración totalmente ajena a los estilos en boga durante la década de 1930. Así fue como creó el estilo mexicano tan de moda en la actualidad.

En aquel momento, en medio de una sociedad acostumbrada a los esquemas y moldes predeterminados, el interior de la casa de Chucho Reyes parecía surgir de un futuro desconocido, atemporal y extraño. “Reyes se adelanta a su época sesenta, setenta años —comenta su sobrina—. Tenía una visión y una genialidad para el diseño maravillosa. Hoy se puede decir de esta casa ‘qué moderna’, pero sólo basta imaginarla hace sesenta, setenta años. Ni de broma.” Fue la única residencia minimalista que existió en la ciudad de México, llena de colores vivos, y aunque desató cualquier cantidad de críticas, sus contemporáneos en las artes encontraron en Chucho Reyes a un maestro.

Don Jesús no era dado a recibir mucha gente en casa. Prefería la soledad. Sin embargo, no era extraño encontrar de pronto a Juan Soriano o a Diego Rivera —Reyes diseñó buena parte de los judas que pintó Diego—. Hacía el boceto, lo mandaba empapelar y luego lo entregaba al talento del extraordinario muralista para que concluyera la obra. En ocasiones se reunía con Orozco o Siqueiros. También tuvo amistad con Roberto Montenegro, Miguel Covarrubias, María Izquierdo, Frida Kahlo, Matías Goeritz, Juan Soriano y muy estrecha relación con el arquitecto Luis Barragán, a quien conoció en Guadalajara.

Era un artista atrevido por su propuesta, su diseño y sus colores. Desde el patio de la casa, donde desataba la pasión en su arte, salieron las flores de sus cuadros, las figuras de circo, los gallos, los cristos, los ángeles, los demonios y las calaveras. Pero lo que más le gustaba plasmar era caballos. Admiraba su movimiento, su fuerza, misma que transmitía a las figuras creadas con pocos trazos, sin mayor preocupación por estilizarlas. Con su talento logró redescubrir e incorporar el arte popular a la cultura mexicana.

Su estilo anticonvencional parecía propio de un joven. “En una ocasión Octavio Paz le dijo a Reyes —relata Margarita Reyes— que viajaría a Europa y quería llevarle algunas de sus obras a Picasso. Don Chucho le preparó una carpeta con no sé cuantas pinturas. Cuando Picasso abrió la carpeta dijo: ‘¡Qué maravilla, qué pintor, va a ser un gran artista porque es muy joven, con un color y unos trazos maravillosos’. A lo que respondió Paz: ‘Disculpe, maestro, pero es mayor que usted’. En agradecimiento, Picasso le mandó una pintura que aún conservo.”

 

El anticuario

Don Chucho habitó la casa de la colonia Juárez más de la mitad de su vida, cerca de 50 años. Vivió en ella como si el tiempo se hubiese detenido a mediados del siglo XIX: hasta después de los años cincuentas decidió instalar luz eléctrica y teléfono. Antes, sólo el reflejo de velas y lámparas de aceite iluminaba la casona al caer la noche.

A Reyes le gustaba salir a caminar y pasearse por La Lagunilla para ver qué encontraba —entonces dominaban en su persona el anticuario y el coleccionista—. La gente lo veía siempre bien vestido: pantalón de lana de color pajizo, saco, bufanda, boina y bastón.

Cuando murió la última de sus hermanas —lo habían acompañado en su periplo desde Guadalajara— le pidió a su sobrino José David que le hiciera compañía en la casa y durante los últimos años vivieron juntos. No había día en que no salieran a desayunar a Sanborn’s o al Konditori. Antes de terminar el desayuno le decía a su sobrino: “Vámonos a las compras”. “Espérate tantito, Reyes, déjame pagar la cuenta.” “Vámonos, que me van a ganar mis piezas.” “Espérate”, repetía el sobrino. Don Jesús, desesperado, amenazaba: “Si no nos vamos, me da la pálida”, y acto seguido fingía desmayarse en el piso y todo el mundo enloquecía porque el viejito se había caído. Una vez de pie, ayudado por la gente, le preguntaba a su sobrino “¿Verdad que sí funciona?”. Y en ese momento salían del restaurante para dedicarse a la compra de antigüedades.

Para muchos, el carácter de Reyes era de temerse, y eso podría explicar su soledad. Sin embargo, en la intimidad y en confianza se mostraba risueño, ingenioso, jovial y ocurrente —le gustaba contar chistes—. Que abriera su casa era una hazaña, incluso a la propia familia.

Las veces que veníamos, entrar era toda una ceremonia, porque no abría tan fácilmente —recuerda su sobrina Margarita—. Tocabas a la puerta y se asomaban dos sirvientas que había traído de Guadalajara con la promesa de llevarlas a la villa de Guadalupe —las pobres viejitas jamás fueron—. Después de que veían quién era, mi tío demoraba veinte minutos en atenderlas, entonces bajaban y te pasaban a una salita en el piso de arriba, chiquitita, con una mesa y dos sillas también chiquititas, y ahí esperabas hasta que podías entrar a verlo. Una vez con él nos servían unas charolas con polvorones de cacahuate y agua de pitaya.

Sólo una vez al año la casa de Reyes abría sus puertas con liberalidad. Cada viernes de Dolores levantaba un altar esplendoroso utilizando lo más selecto de sus piezas de colección. Por si fuera poco, diseñaba y pintaba personalmente las invitaciones. Era casi una obligación acudir a la casa de la calle de Milán a ver los “incendios” —así llamados por la cantidad de velas y veladoras que iluminaban a la virgen—. Don Jesús dejaba su alma en cada altar y a pesar de su muerte, esa tradición continúa vigente en su casa.

La casa siempre estaba llena de vida. Tenía predilección por los canarios, las palomas y los perros, que acostumbraba enterrar en el patio una vez que fallecían. De pronto la residencia se llenaba de calaveras de animales que compartían el espacio con los utensilios de pintura, las obras del artista, antigüedades y cientos de libros que compraba por triplicado: uno para subrayarlo, otro lo recortaba y hacía con él sus diseños de arquitectura y el último lo utilizaba para consulta.

Sólo en una ocasión estuvo don Jesús tentado de cerrar su amada casa y marcharse a vivir a Murcia, España. No era para menos; desde su arribo a la ciudad de México en el lejano 1927 no había salido de la capital. Su primer viaje llegó en el ocaso de su vida y tuvo como destino Europa. Su sobrino José David lo persuadió de recorrer el viejo mundo. En el momento de tomar el avión don Jesús tenía 92 años de edad, y pasaron cinco años viajando. Don Jesús regresó maravillado de España —con 27 maletas— y de inmediato comenzó a preparar el menaje para cambiar su residencia a Murcia.

La muerte, sin embargo, no lo permitió. Una terrible pulmonía lo llevó al hospital —jamás había enfermado de gravedad— y al presentir su fin, le pidió a su sobrino que lo llevara a la casa a morir en paz. “Pero Reyes —dijo José David—, te tienes que aliviar”. La respuesta de don Chucho no dejó lugar a dudas: “No, Lindo ya es hora de que descanse”.

Reyes tenía preparado su amortajamiento de tiempo atrás. No temía a la muerte e incluso se daba el lujo de darle un toque artístico. Cuando falleció José Clemente Orozco, don Jesús se encargó personalmente de preparar el cadáver, amortajarlo y adornarlo. “No sabes qué precioso los arreglaba” —recuerda su sobrina.

No quería dejar este mundo sin que su entierro fuera tan especial como lo había sido su obra. Durante su viaja a España compró tela para que le hicieran un hábito franciscano. Las mujeres de la familia se pusieron a trabajar y cuando él murió en la tranquilidad de su casa —entre papeles, antigüedades y colores—, le colocaron el hábito. Lo enterraron en una “caja bellísima de pino natural. No quería elegancias, no quería telas, pidió una caja de pino con una tapadera de cristal y todo lleno de nardos, con su rosario y su libro de marfil”. Fue sepultado en el panteón Jardín y tiempo después exhumado para volver a su amada casa de la calle de Milán.

La casa del “señor de la divina proporción” —como lo llamaban sus amigos por el sentido de la estética, el equilibrio y la simetría que afloraba en sus obras— conserva en la actualidad sus cenizas y su espíritu. Al menos eso dicen quienes han visto a don Chucho aparecerse en las habitaciones y pasillos de su querida morada.