Francisco Ochoa: maestro del ingenio y el color

por: EL INFORMADOR/Redacción
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Antecedentes

 

Con motivo del reciente primer aniversario de la muerte de Francisco Ochoa,  pintor señero de profundas raíces populares, deseo mencionar, como precedente, algunos conceptos  que dilucidan las cualidades plurivalentes de su identidad. 

 

Aunque en artículos anteriores he escrito sobre las hechuras populares con atributos artísticos, es oportuno recordar que dichas creaciones comenzaron a ser privilegiadas por Stendahl y Paul Valery en la segunda mitad del siglo XIX, cuando ellos, en sus respectivas esferas intelectuales, reconocieron la existencia de un arte alternativo, producido por gente común con aptitudes ingénitas, cuyas obras podían suscitar  emociones en los contempladores.

 

Esto significó  el reconocimiento a  pintores de diferentes estratos sociales que, no obstante su falta de preparación académica, denotaban sensibilidad e intuición creativa.

 

Con el paso de los años diversos especialistas interesados en este campo han establecido  las características de estos artífices, entre las que destacan su carencia de  instrucción en la plástica (aunque algunos realizan estudios formales en su madurez), su  proclividad inmutable por la figuración y su falta de interés por las corrientes o lenguajes de vanguardia.

 

Esto se debe a que normalmente no asimilan el contexto histórico de su tiempo, lo que les impide ser innovadores; sin embargo, poseen originalidad en la concepción de temas enmarcados en la pintura de género: paisaje natural y urbano, escenas típicas y costumbristas, retratos, naturaleza muerta, iconografía religiosa, sucesos históricos y otros.

 

Debemos tener presente que, no obstante que son muchos los que pintan en forma profesional o por afición, sean académicos o populares, pocos llegan a ser artistas en esencia, pues el don de la creatividad no depende sólo de la voluntad, la intención y la cultura, sino también de la aptitud y lucidez intuitiva que algunos privilegiados logran desarrollar.

 

El artista del ingenio y el color

 

Los conceptos expuestos se ciñen a la personalidad de Francisco Ochoa, pintor de la provincia jalisciense que evidenció una refinada percepción difícil de encontrar en la plástica regional, no obstante que en nuestro medio florecen tantos artífices, con lenguajes heterogéneos. 

 

Este creador, que nunca fue galardonado en vida ni recibió premios, homenajes y reconocimientos, debe ser  valorado por nosotros en consonancia con los atributos de su inconfundible arte.

 

Su biografía no se asemeja en forma ni en fondo a la de los pintores instruidos en academias, ya que, como suele ocurrirles a los artistas populares, su génesis artística  depende regularmente de circunstancias inéditas. 

 

Nació el 4 de septiembre de 1943 en el austero pueblo jalisciense de Jamay, en la ribera del lago de Chapala, donde cursó sus estudios de primaria con la modestia propia de quienes ignoran sus talentos. Por ello no podía siquiera imaginar que su afición por el dibujo lo convertiría en un pintor emblemático.

 

Su porvenir artístico no podía vislumbrarse cuando, siendo niño, su familia deja la tranquila vida provinciana de Jamay al mudarse a la ciudad de México, donde más tarde Paco estudia contaduría pública, carrera que ejerce durante muchos años.

 

Pese a que desempeñaba labores numéricas y rutinarias, su afición por el dibujo no fue perturbada por la contabilidad, que constituía su sostén económico.

 

A los  treinta y seis años de edad, buscando superarse en la plástica, ingresó a la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado “La Esmeralda”. En esta famosa institución, a la que asistía por las tardes, mejoró su dibujo y se especializó en la técnica al óleo sin perder su lealtad por los temas que definían su estilo.

 

Pronto su rutinaria vida cambiaria de rumbo, pues de manera inesperada su avidez  por el arte dio un giro insospechado, con tintes de fábula, al ser descubierto como artista después de los cuarenta años y lograr, aunque parecía tarde, difundir su talento pictórico, cultivado antes sólo en la intimidad.

 

Este suceso ocurrió en 1984. Todavía estudiaba en  “La Esmeralda” cuando ingresó como contador a la Galería Estela Shapiro. Meses después, de manera circunstancial, la hoy desaparecida señora Shapiro vio algunos cuadros que Ochoa llevaba consigo y los revisó con esmero. Asombrada por “el encanto” costumbrista y satírico que percibía en ellos, le ofreció su espacio para que, en una muestra individual, exhibiera su obra.

 

El éxito cultural, social y económico de esta primera exposición, celebrada en 1985, apartó a Ochoa del sendero contable que había llevado y lo hizo, por primera vez, encontrar un significado vital a su inclinación artística. Aquella noche todas las pinturas que mostró se vendieron y fue el centro de atención de la prensa social y de algunos críticos, que lo elogiaron en sus reseñas periodísticas.

 

Así comenzó una etapa de éxitos que duraría varios años. Su pintura fue vista en varias exposiciones individuales capitalinas, como las del Instituto Francés de América Latina, la Casa de la Cultura Jesús Reyes Heroles, el Salón de la Plástica Mexicana y la Galería OMR. También participó en numerosas muestras colectivas que acrecentaron su prestigio. Los cuadros que iba pintando los vendía antes de terminarlos.

 

Todo iba bien hasta que murió su madre, suceso que le causó gran pena, pues quedó solo. Su única hermana estaba casada y poco se ocupaba de él.  El único lazo que lo ataba a la capital era la demanda creciente de su obra, que en aquellos días comercializaba con éxito la Galería OMR.

 

Posteriormente decidió cambiar su residencia a Jamay, y desde allí enviar sus cuadros a la ciudad de México; sin embargo, al visitar la pequeña población, después de haber vivido tantos años en la capital del país, su tierra natal le pareció demasiado limitada para su crecimiento artístico, así que optó por establecerse en Guadalajara.

 

En la capital tapatía Ochoa recibió el apoyo de la pintora Carmen Alarcón, quien lo introdujo en el medio de la plástica. Pronto empezó a participar en exposiciones colectivas e individuales y, como en el Distrito Federal, lo que pintaba lo vendía. Pero, como la vida da vueltas, le ocurrió una nueva desgracia: los médicos le detectaron cáncer en el paladar.

 

En aquellos años no se reflejaba en su apariencia física la afección que lo aquejaba, ni siquiera su voz denotaba ningún quebranto. Parecía que pronto sanaría. Y temporalmente así fue, porque, a diferencia de lo ocurrido a otros pacientes del mismo mal, pasaron más de diez años antes de que la enfermedad lo venciera. Sin embargo, durante ese período, más que abandonarse a su infortunio, aprovechó el tiempo para acrecentar su legado pictórico y hacerse un lugar en la historia de la plástica de Jalisco.

 

Conocí a Paco personalmente en 1995, año en que yo efectuaba entrevistas a los pintores que aparecerían en la antología Cuatro siglos de pintura jalisciense (1996). Fue el artista Rafael Sáenz Félix quien me llevó a la casa donde vivía Ochoa. Allí Paco me narró sin reserva alguna las partes medulares de su  biografía, que publiqué en dicho libro.

 

También me mostró su taller y la mesa en que trabajaba, pues no empleaba caballete. Me dijo que no solía aplicar base alguna al lienzo que emplearía. Primero dibujaba a lápiz sobre la tela el tema ideado (bosquejado antes en papel), y una vez concluida esta etapa, aplicaba con pincel la pintura al óleo y le daba a cada elemento de la composición el colorido que, dependiendo de la chispa creativa del momento, consideraba estéticamente armonioso.

 

En aquella entrevista nació mi amistad y admiración por este creador.

 

En otra ocasión, durante una comida en Sanborns, descubrí una faceta poco conocida de su  personalidad. Me platicó de su inclinación por la música y del placer que ésta le proporcionaba. Comentaba con naturalidad que de no haber sido pintor le hubiera gustado ser cantante, pues durante varios años perteneció a un coro, en el que, por la amplitud de su tesitura, podía cantar como soprano, contralto o bajo, según se requiriera. Incluso, mencionó, que había grabado un casete con canciones para trío mezclando sus diferentes inflexiones de voz. Al departir estas experiencias se emocionaba. Por lo visto, Ochoa había sido un jilguero con alma libre y sentimental extraviado, para su desgracia, en el redil de la contaduría.

 

El mismo año en que lo conocí coordiné, como Vicepresidente de Cultura de la  Cámara de Comercio de Guadalajara, organizadora del Segundo Encuentro Internacional del Mariachi, la exposición temática colectiva El arte y el mariachi, presentada en una sala del Instituto Cultural Cabañas. Paco Ochoa participó con un estupendo cuadro, Lucha Reyes y el Mariachi Ramírez, que ilustra este artículo, en el que representa a la famosa cantante rodeada de los típicos filarmónicos en un ambiente folclorista, chispeante, pleno de vivacidad y frescura nacionalista.

 

Creo que de haberse otorgado un premio a la obra mejor lograda y representativa, Paco lo habría ganado, no obstante que en aquella muestra participaron pintores destacados con originales cuadros.   

 

Quienes no tuvieron la suerte de conocerlo personalmente deben saber que Ochoa fue un hombre afable, sencillo y, en algunos momentos, críptico, quizá por su problema de salud. Sin embargo, como tenía conciencia de su don creativo y sabía que su vida sería corta, aprovechó cada momento haciendo de la pintura su trabajo y recreo. 

 

Paco fue un hombre hogareño, poco dado al derroche y a lo superfluo. Por eso su existencia no estuvo asociada a aventuras, ni fue protagonista de fiestas en su hogar o de alguna excentricidad. Su odisea particular fue análoga a la de tanta gente común que sobrelleva problemas económicos, de salud o soledad.

 

Y es que él, aunque hubiera tenido fama y recursos sobrados, no era un espíritu proclive a la futilidad. Fue un personaje de ilusiones permanentes que deseaba, como varias veces me lo dijo, hacer de su casa un museo que albergara su obra. No logró este objetivo, pero sí heredó numerosos dibujos y dos óleos a la Casa de la Cultura de su tierra, Jamay, los cuales, estoy seguro, serán cuidados con esmero por las tres damas albaceas que designó en su testamento, entre ellas su amiga Carmen Alarcón, quien, dado el cariño que le tenía a Paco, vigilará que dichas obras se exhiban y no se pierdan por la indiferencia de algún burócrata insensible.

 

Al margen del conmovedor final de Ochoa, cabe destacar su inagotable bagaje imaginativo, que le permitió realizar variadas escenas de corte popular, bifurcadas en dos tipos de imágenes antitéticas: frívolas y formales. Entre las primeras se encuentran peleas callejeras, corridas de toros, raptos pueblerinos, bailarinas exóticas, reinas del carnaval, damas en paños menores y casas de citas.
Estas últimas son, en mi opinión, sus mejores obras, pues conjuntan el ingenio creativo y la gracia con la ironía y el equilibrio estético que solaza al contemplador. Un prototipo logrado de ellas, que se reproduce aquí, es La casa de doña Independencia Valdespino, cuadro que muestra la sala de una residencia de “mala nota” en una época indeterminada, quizá de los años cincuenta (por el pachuco de la barra), en la que también aparece, como gracioso anacronismo, el retrato de Porfirio Díaz.

 

Esta pintura satisfizo mucho a Ochoa, por lo que deseaba reproducirla en una postal, pero no pudo encontrar quien la editara y distribuyera. Sin embargo uno de sus cuadros taurinos, Ligero percance de la torera Cris, que también posee vivacidad e ingenio, lo reprodujo en una edición gráfica con ostensible éxito comercial.   

 

La segunda clase de imágenes, de  temática “formal”, las realizó inspirado en la  iconografía religiosa, la patria, los próceres, las estampas folclóricas, los sucesos históricos, los exvotos y otros temas. Todos estos motivos, aunque los trató con sutileza y respeto, poseen la jocosidad reveladora del instinto humorístico que lo caracterizó.

 

Un recurso que usualmente lo complacía, porque de alguna forma lo inmortalizaba, fueron los numerosos autorretratos que incorporó en sus heterogéneos personajes. Caracterizado como hombre o mujer, convirtió su rostro en modelo de sus cuadros y asumió el papel protagónico representando a ilustres héroes, luchadores, santos de la Iglesia, damas de la vida galante y toda figura meritoria de su arte.

 

Ochoa, más que un hagiógrafo de su tiempo, fue un inspirado y agudo observador que retrató diferentes momentos de nuestro presente y de nuestra historia, pues, explayando su ingenio, exponía con finura el lado festivo de cualquier persona o suceso, cotidiano o trascendental que incitara su vena satírica.

 

Es lamentable su temprana ausencia, ya que la etapa de su vida dedicada sólo a la pintura alcanzó apenas poco más de veinte años. Llegó tarde y se fue temprano. El 29 marzo de 2006 abandonó para siempre el refugio de su taller de pintura, donde se habían gestado los numerosos cuadros que testimonian la exaltación de su picardía.

 

Circunstancias tristes de la vida son las que forjan las leyendas que engrandecen a quienes, como Ochoa, supieron entender su destino y se esforzaron por legar una obra concebida, artística y estéticamente, para perdurar. 

 

Paco Ochoa, pintor emanado del pueblo, será recordado por su identidad festiva que supo eludir la pluralidad de los lenguajes de vanguardia y construir con su arte un mundo propio.

 

Guillermo Ramírez Godoy