La Jornada
26 de octubre de 1999

Teresa del Conde
Pintura y vida cotidiana


Esta visitadísima exposición en el Palacio de Iturbide prolonga su vigencia hasta fin de mes. El proyecto conllevó investigación ardua y numerosos préstamos de colecciones nacionales y extranjeras. Mi única objeción es quizá esa: es una muestra tan nutrida que el conjunto quedó sumamente abarrotado en un espacio museístico de por sí difícil. Su reducción a dos terceras partes del acopio hubiera sido aconsejable, habida cuenta, por ejemplo, que hay demasiadas pinturas de ''las castas" (inscritas en diferentes rubros para ilustrar aspectos varios) pero son tantas, que por sí solas integrarían una exposición de cámara. No cabe duda que es un deleite ver obras jamás antes convocadas a comparecer en exposiciones de esta índole, independientemente de que tengan valor estético o simplemente documental, o bien reproduzcan modelos que resultaron eficaces. La vida cotidiana de esta exposición y de cualquier otra es utópica, claro está que no puede aspirar a funcionar de manera realista, ni siquiera, pienso, si se hubiera tratado de ilustrarla mediante la fotografía decimonónica. En todos los casos se trata de una representación teatralizada, que fijó para siempre arquetipos en efecto coincidentes con ciertos usos y costumbres. Lo más interesante es, además, la transmisión del aspecto urbano de rincones, calles y barrios y el que ofrecían edificaciones que aún perviven. Así, es posible constatar que el Zócalo metropolitano no era muy distinto de como es ahora. Entre la vista de Arellano (fines del XVII) y la que ofreció Octaviano d'Almivar hay algunas diferencias: en la primera, lógicamente, todavía no se registra el Sagrario y la segunda es casi lo que ahora vemos (salvo la modificación al Palacio Nacional).

En general, todo lo que concierne al registro de arquitectura es interesante y atractivo. Así ocurre con el cuadro de José Manzo, influido por la pintura holandesa y flamenca del siglo XVII, que capta el interior de la Catedral de Puebla: como pintura es mejor que el de Mariano de J. Torres sobre el interior de la Catedral de Morelia. Y si uno recuerda estas sedes catedralicias, comprueba que de hecho es mucho más enjundiosa y lograda la Catedral de Puebla que la de Morelia, aunque esto no influye para nada en la calidad de sus representaciones pictóricas. Las cárceles son igualmente bellas, los presos ocupan por cientos diminutos en la composición (podrían ser monjes), el ambiente arquitectónico es el motivo a privilegiar, tanto en el anónimo (¿será una cárcel imaginada?) del siglo XIX con la bóveda de crucería enladrillada, como en la cárcel de Belén, que vaya si existió, de Patricio Ramos.

Otro motivo a observar, que podría convertirse en tema de otra exposición, es el de los atuendos y modas. Hay diferencias de acuerdo a las clases sociales e incluso a la condición racial. Los mestizos usan trajes a la francesa en el siglo XVIII, pero después el atuendo va apuntando a configurar el traje de chinaco cuyos rasgos son perceptibles en El jarabe, de Edouard Pingret, y en el de Manuel Serrano, que es bonito cuadro como otros del mismo autor, algo descuidado por las investigaciones sobre pintura. Esa es otra de las virtudes de esta muestra: hay material para encaminar tesis de historia del arte como también para, a partir de ésta, idear otras curadurías.

La inclusión de piezas de este siglo me pareció sumamente dificultosa, con todo y que alabo los cortes sincrónicos con la comparecencia de obras de distintas épocas. Dentro de este rubro hay una sola pintura que yo no había visto antes expuesta, pues todas las demás, sin excepción, son archiconocidas. Es del pintor Carlos Tejeda (1904-1981) y probablemente sea su obra maestra: La ciudad de México allá por 1970. Parece, casi, de ciencia ficción al estilo Blade Runner. Otro rasgo notable consiste en las numerosas piezas realizadas por artistas mujeres, varias de muy buen nivel. Un atractivo más está en observar los usos de la fotografía por ejemplo en la Entrada de Madero al Zócalo recreada por José García Coromina entre 1920 y 1929. La composición es casi idéntica a la fotografía (Casasola) tomada ese 9 de febrero de 1913. También el cuadro de José María Velasco con la fábrica de la Hormiga, que es de 1863, implica en ciertas secciones uso de la fotografía, medio del que el maestro se valía con más frecuencia de la que uno imagina y que además estaba perfectamente legitimado.

El libro publicado por Banamex es un motivo más de regocijo.