Mathias Goeritz
• Museo Experimental El Eco •
1952.
Foto: Fondo Mathias Goeritz. Archivo Cenidiap/INBA.
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El Eco, por Mathias Goeritz
A
mediados del siglo XX, la apertura del museo El Eco, creación de Mathias
Goeritz, se llevó a cabo en medio de una tormenta de opiniones encontradas
debido a su propuesta vanguardista. Con una presentación de Alejandrina
Escudero, el texto que se incluye a continuación, fechado en 1954 y firmado
por Mauricio Gómez Mayorga, reproduce las ideas Goeritz acerca de su obra.
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ALEJANDRINA ESCUDERO • HISTORIADORA
hisescudero@yahoo.com.mx
Presentación
En septiembre de 1953 se inauguró el museo experimental y de vanguardia
El Eco, obra de Mathias Goeritz (Danzig, 1915-México 1990) con la
colaboración de artistas mexicanos y extranjeros, entre los que se
encontraban Luis Barragán, Ruth Rivera, Germán Cueto, Carlos Mérida, Alfonso
Soto Soria, Rufino Tamayo, Henry Moore, Alice Rahon, Felipe Orlando y Leonora
Carrington.
Por diversas razones, en especial las económicas, funcionó durante pocos
años como un centro de arte y después se convirtió en un cabaret, que más
tarde fue adquirido por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En
1962 en El Eco se afincó el Centro Universitario de Teatro, coordinado por
Héctor Azar, quien hizo construir un “foro isabelino”, nombre con el que se
le conoció por varios años.
En 1983, el Centro Libre de Expresión Teatral y Artística (CLETA) tomó el
edificio y lo convirtió en el Foro Tecolote, hecho que fue criticado por la
prensa y especialistas. Los jóvenes aseguraron que desde antes de que
llegaran el inmueble estaba ya en ruinas.
Precisamente ese mismo año, a tres décadas de haberse inaugurado El Eco,
un periodista preguntaba a Goeritz: ¿es recuperable?, y el artista respondía:
“No, El Eco está destruido.” ¿Qué sensación tiene ante lo que queda de aquel
sueño? –terció el reportero–, a lo que el artista concluyó: “Tuve suerte de
poder realizar lo que llamé arquitectura escultórica emocional... Me tocó
todavía una obra así: compleja, nueva.(1)
La degradación y destrucción dejaron honda huella en la que también ha
sido catalogada por la crítica internacional como una de las primeras obras
minimalistas, sin embargo, la suerte de El Eco ha cambiando. Como parte del
patrimonio artístico mexicano ha sido revalorado por la misma UNAM, que
recientemente concluyó un proyecto de recuperación del edificio para así
devolverle su calidad emocional.
El Eco, por Mathias Goeritz (2)
En abril de 1952 Daniel Mont y Gabriel Orendain me buscaron para
proponerme la construcción de “algo” con absoluta libertad artística, en un
terreno de las calles de Sullivan en la ciudad de México.
Entonces durante una estancia en Fortín de la Flores hice unos bocetos
para un Museo imaginario o experimental, que no existía aun ni en París, ni
en Nueva York, ni en México. Al mostrar los dibujos a Daniel Mont, éste se
entusiasmó con ellos y empezó a convencer a sus capitalistas en la obra
propuesta. Para que aquella locura produjese dinero, tuvieron que incluirse
en el plan un bar y un restaurante.
En septiembre del 52 se inició la construcción a una marcha muy lenta,
teniendo que interrumpirse durante cuatro meses por falta de dinero. En esa
construcción trabajé más como albañil que como arquitecto, corrigiendo
constantemente las ideas primitivas; componiendo in situ; indicando
sobre la marcha la posición de cada muro. En efecto, entendí el edificio en
conjunto como una inmensa escultura
El terreno era pequeño: poco más de 500 metros cuadrados. Evitando
ángulos rectos y empleando muros de 7 a 11 metros de altura, traté de hacer
olvidar la pequeñez del lote. Como entrada dispuse un pasillo que se estrecha
hacia el fondo, subiendo el piso inclusive y bajando ligeramente el techo.
Para acentuar la impresión cónica, las duelas del piso se estrechan también,
llegando a un punto de fuga en el fondo del pasillo, con una sensación de
profundidad que recuerda algunas composiciones de Chirico. Allí se ha
colocado una escultura mía llamada El grito, que obtiene su eco en un
mural a la grisalla de unos cien metros cuadrados.
La obra de este Museo fue entendida desde un principio como ejemplo de
una arquitectura cuya función es la emoción. El arte en general y la
arquitectura también, naturalmente, constituyen un reflejo –un eco del estado
espiritual del hombre de su tiempo. Pero el arquitecto de la actualidad,
individualista e intelectual, exagera a veces por haber perdido el contacto
con la comunidad (como existía por ejemplo en la Edad Media) y por querer
destacar constantemente sólo la parte racional y lógica de la arquitectura.
El resultado es que el hombre del siglo XX se siente aplastado por tanto
funcionalismo, por tanta lógica y utilidad de lo que enseñan como “arquitectura
moderna”, y busca una salida. Pero ni el esteticismo exterior o formalismo,
ni el regionalismo orgánico, ni el confusionismo dogmático de ciertos
pintores, han podido enfrentarse al problema de que el hombre, creador y
receptor de nuestro siglo, aspira a algo más que una cosa bonita, agradable y
adecuada. Pide, o por lo menos tendrá que pedir un día, que la arquitectura y
sus modernos procedimientos y materiales, le den además elevación
espiritual, es decir, emoción, como en su época pudieron darla la
pirámide, el templo griego, las catedrales románicas y góticas e incluso el
palacio barroco. La arquitectura moderna sólo podrá volver a ser considerada
como un arte cuando vuelva a proporcionarnos emociones verdaderas.
Y partiendo de la convicción de que nuestra época está llena de elevadas
inquietudes espirituales, El Eco no pretende ser más que una expresión de
ésta, aspirando, en forma automática y no deliberada ni obligatoria, a la
llamada “integración plástica”, para producir en el hombre moderno máximos
valores emotivos.
Toda esta arquitectura fue entendida precisamente como
experimento. A juicio mío, un museo experimental debía iniciar sus
actividades con un experimento arquitectónico que produjese emociones humanas
dentro de un concepto moderno, y sin caer en un decorativismo vacío y
teatral. El Eco quiere ser expresión de una libre voluntad de creación que,
sin negar los valores aportados por el funcionalismo, pretenda incorporarlos
y someterlos dentro de un concepto espiritual moderno.
Sin duda, desde el punto de vista estrictamente funcional se ha perdido
mucho espacio útil a causa del patio de Museo [...] pero a juicio mío éste
era necesario para hacer culminar la serie de impresiones obtenidas desde la
entrada. Se persiguió causar el efecto de una pequeña plaza cerrada y
misteriosa dominada por la inmensa cruz de hierro que forma la puerta-ventana
del salón principal. Además este patio se destina a exposiciones de escultura
al aire libre. Una de ellas ya se encuentra como parte permanente de la
composición: una serpiente de lámina soldada que puede ser entendida
indistintamente como un objeto arquitectónico o escultórico. Un muro-columna
de gran altura pintado de amarillo completa la composición contrastando con
el blanco, gris y negro usados exclusivamente en todo el resto del edificio.
En una de las caras de este muro, y frente a una pequeña puerta que da a la
entrada, hice colocar mi Poema plástico, en hierro: una composición
visual de tipografía abstracta que se dirige sólo a la sensibilidad del
espectador.
En todo este experimento, la integración
plástica no fue tomada como un punto del programa sino que se la dejó ocurrir
en forma espontánea. No se trataba de sobreponer pinturas a los muros, como
se suele hacer con los carteles de cine. Se intentó concebir el espacio
arquitectónico como un gran elemento escultórico con valor propio, sin caer
en el romanticismo de Gaudí o en el vacío neoclasicismo alemán, italiano o
ruso.
Notas
1. “En manos bárbaras cayó El Eco”, Excélsior, 7 de septiembre de 1983.
2. Aquí se presenta una edición del artículo de Mauricio Gómez Mayorga, Sobre
la libertad de creación, sobretiro del número 45 de la revista Arquitectura , México, 1954, p. 42.
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