Roberto
Márquez
Cosas que pasan después del
diluvio Por
Jorge Esquinca Miro las
pinturas recientes de Roberto Márquez con un asombro semejante al que me
provocaron sus primeras telas y dibujos vistos hace poco más de veinte años.
Encuentro en ellas una renovada fidelidad a los temas y las obsesiones que lo
desvelan y hacen de este artista una rara avis en
el panorama de la pintura mexicana contemporánea. El año pasado, en
Guadalajara –su ciudad natal–, fuimos testigos de una generosa muestra
retrospectiva de su obra: Relación de una ausencia. La exposición reunió un
número considerable de pinturas cuyo punto de partida puede establecerse en
el año de 1984, cuando Márquez pinta un óleo titulado Después del diluvio
como enigmático homenaje a un poema de Arthur Rimbaud, el niño prodigio de la poesía francesa. Desde
esta fecha temprana –Márquez tenía entonces veinticinco años–, el artista se
había fijado un destino. Un destino entonces impensable, aunque ya palpitante
en aquel cuadro turbador. Un inalcanzable anhelo de perfección. Un anhelo que
alienta en cada una de sus obras, en las que ha pintado a partir de ese
momento revelador y en las que nos entrega ahora, como el cumplido testimonio
de una ardua disciplina. Ostinato rigore, podría decirse, de acuerdo con la divisa de Leonardo. A lo
largo de los años el arte de Márquez ha venido configurando un ámbito
selectivo, una suerte de simbología exclusiva que da como resultado la
creación de un mundo tan personal que en ocasiones puede aparecer como fruto
del sueño y la pesadilla o de luminosas y volátiles epifanías. Sin cancelar
la irrupción del azar me parece, no obstante, que la pintura de Márquez se
encuentra más cerca de una cuidadosa apropiación de sus modelos tutelares y
del diálogo –hecho de vitales encuentros y ríspidas rupturas– que ha
establecido con la tradición. Forastero
de sí mismo, cazador en busca de su propia imagen, Márquez se funde en su
obra y mira surgir el rostro alternativo que le ofrece su pintura. Uno de sus
primeros autorretratos, pintado en 1985, lo muestra sentado en una silla, con
los brazos cruzados, mirando impasible a una muchacha que de pie frente a él
lo encañona con un revólver y le dispara un tiro. La pintura es literal:
podemos ver la detonación y el trayecto de la bala que se dirige hacia su
rostro. Márquez lleva una camisa de rayas verticales, azules y blancas. Un
diseño que, con mínimas variantes, habrá de usar siempre para caracterizar el
atuendo de su propio personaje. Es una especie de disfraz que lo singulariza
y a la vez lo hermana con ciertas figuras de la marginalidad: el convicto, el
payaso de un circo pobre, el vagabundo urbano que lleva con humilde dignidad
un vestuario ajeno. En los autorretratos de esta exposición Márquez aparece
una y otra vez ataviado con un traje que repite este diseño. En uno de ellos
vemos nuevamente la pistola que ahora, en la mano del pintor, apunta hacia el
cielo. Cazando dioses es el título de este óleo en el que Márquez aparece de
pie en un paisaje sembrado de magueyes -el cacto que atesora las mieles del
pulque y del tequila, las bebidas por excelencia de la alcoholemia mexicana.
Sin embargo nos hallamos frente a la imagen congelada de un paisaje nevado y
el pintor alza en vano el revólver que jamás habrá de disparar. (Alguien, con
mayor perspicacia, podría argumentar que la detonación ha tenido lugar
momentos antes y que la nieve que ahora cae y cubre el sembradío es el
resultado de la herida inflingida a un dios invisible.) Lo
cierto es que estos recientes autorretratos trasmiten una sensible dosis de
violencia que el pintor ejerce, en principio, sobre su propia representación.
Podemos verlo convertido en un teporocho -la
versión mexicana del clochard francés-, recibiendo
el castigo que le propinan dos burlescos demonios cuyas figuras recuerdan a
las que pueden observarse en los retablos populares. Una delirante alegoría
resulta el díptico titulado El juicio final, donde un flotante Márquez se
transfigura en una deidad dual que recoge en su seno rasgado las almas de los
justos y vomita las de los impíos hacia la boca del abismo. Los temas
bíblicos han sido un motivo recurrente a lo largo de su obra. Las apariciones
angélicas, las privaciones y los milagros de los santos, el martirio de las
vírgenes, se alternan con pasajes tomados directamente de las Sagradas
Escrituras. Hay en esta vertiente de su pintura una suerte de fascinación por
la imaginería religiosa que bajo la peculiar óptica de Márquez adquiere
nuevos matices, apartándose con frecuencia de la visión ortodoxa e incluyendo
elementos como el humor, la ironía y el erotismo que invitan a mirar estos
cuadros desde una perspectiva más bien profana, a veces sutil, a veces
abiertamente transgresora. Un
claro ejemplo de esta actitud es el óleo titulado Jericó, en alusión al
pasaje del Antiguo Testamento que se describe en el Libro de Josué. El texto
narra la caída de los muros de la ciudad de Jericó, obtenida mediante el
sonido intermitente de siete bocinas de cuerno de carnero tocadas por igual
número de sacerdotes durante siete días: “y aconteció que cuando el pueblo
hubo oído el sonido de la bocina, gritó con gran vocerío, y el muro se
derrumbó.” En el cuadro de Márquez, este evento ha sufrido una evidente
transformación pues el artista, al trasponer el relato dentro de un contexto
distinto, le confiere una carga altamente sediciosa. Un músico solitario -un
mariachi-, dirige el sonido de su trompeta hacia la Catedral de Guadalajara:
su cúpula y su torres, célebres por su forma de
alcatraces invertidos, se resquebrajan y caen. ¿Una severa crítica al
endurecimiento que padecen la instituciones eclesiásticas
del México contemporáneo? Se trata, sin duda, de un cuadro perturbador,
insólito en la obra de Márquez y aun en el panorama de la actual pintura
mexicana. Otros
ámbitos, otros tonos surgen a manera de contrapunto entre los cuadros que
componen esta exposición. Tres pinturas: El otoño perdido, Waldstein sonata y Thirteen ways of looking
at a blackbird (Trece
maneras de mirar a un mirlo), muestran una figura solitaria -en medio del
bosque, entre las ramas de los árboles, en el borde de una azotea- que
extiende los brazos hacia el cielo. No es la primera ocasión en que Márquez
establece un diálogo con este poema de Wallace Stevens -podemos hallar referencias en su pintura más
temprana- en el que la aparición del mirlo opera como un catalizador de la
imaginación. Hay también un óleo pintado en 1997, The
tears of the Golem, donde incorpora la
misma figura aislada que se erige en ofrenda y recibe el aleteo de los
pájaros, el rumor del mar. La postura vuelve ahora e indica una voluntad de
elevación que puede entenderse como la íntima urgencia de establecer un
pacto, una nueva alianza entre la tierra, el cielo y el mismo ser humano. Es
el gesto de un orante cuyos brazos extendidos dibujan sólo la mitad de un
círculo que, en el mejor de los casos, habrá de completarse mediante la
intervención de un poder supremo. La
pintura de Márquez se funda en estas paradojas, hace visible la sustancia de
nuestras más hondas disonancias. Con ellas, construye los principios de una
posible armonía. El cuerpo de la mujer que brota, flor entre flores, y que
recuerda a la amada del Cantar de los cantares, dueña y señora de un visible
secreto inalienable, es otro de los motivos que vuelven a poblar el espacio
de esta obra hecha de misteriosas evidencias, de secretas correspondencias.
Pintarla en medio de la naturaleza o, como en otro de los cuadros que
conforman esta muestra, desnuda y dormida a orillas del mar, tal vez sea una
de las vías de acceso que Márquez ha hecho suyas durante su trayectoria
vital. Vía de contemplación y recreación de los dones más preciados del mundo
visible, alabanza y preservación de un reino aún presente; indagación y
hallazgo de una siempre huyente belleza que la materia de la pintura fija a
perpetuidad. |