Abril 2003 / Montevideo - Uruguay

 

Muralismo a la cubana

 
 
  Cabeza de Martí hecha con ejemplares de "La edad de oro" por los escultores Alejandro Navarro (México) y Rafael Miranda (Cuba)

Waldo Saavedra nació en La Habana en 1961, el año en que el mundo estuvo al borde del holocausto nuclear. Por suerte para la humanidad, sus pupilas se llenaron desde aquella primera hora con la luz de los límpidos cielos del Caribe y la exuberancia de los colores del trópico, y no con la del destello del hongo atómico.
Vivió su niñez y adolescencia en Caibarién, un pueblecito de pescadores de la costa norte de la isla, en casa de su abuelo y su abuela. Con él aprendió los secretos de la mar, el valor de la amistad y el gusto por la parranda. Con ella estableció una relación de amor con la que no pudo ni la muerte.
Desde muy temprana edad demostró tener grandes cualidades para la plástica (su primera exposición personal, Pinturas y dibujos, realizada en Santa Clara, Cuba, data de 1978); sin embargo al terminar el liceo se empeñó durante unos años en ser arquitecto, pero finalmente el pintor que llevaba adentro pudo más. Dejó la carrera e ingresó en el Instituto Superior de Arte de La Habana, graduándose en 1987.
En los años inmediatos ejerció como profesor en una escuela de arte, ofició de ilustrador en varias revistas (El Caimán Barbudo, Cine Cubano, Revolución y Cultura) y en la editora Letras Cubanas. También diseñó escenografías y vestuarios para conciertos de rock, puestas en escena de la Nueva Trova Cubana y tuvo a su cargo la dirección artística de la película Hello Hemingway.
A finales de los ochenta se enamoró de una mexicana y se trasladó a Guadalajara en pos del amor y un nuevo horizonte. Durante poco más de una década trabajó febrilmente para configurarse como uno de los artistas más sobresalientes del medio y de todo México (gana el Primer premio del Salón nacional de Dibujo José Guadalupe Posada en 1992 y obtiene una Mención Honorífica en la Bienal de Pintura José Clemente Orozco en 1993. También sus pinturas se venden a museos y coleccionistas particulares de Estados Unidos y Europa, y el grupo Maná utiliza trabajos suyos en los discos Cuando los ángeles lloran y Sueños líquidos). Durante los noventa cumplió con su viejo anhelo de viajar al sur, a Buenos Aires, donde participa en más de una oportunidad con singular éxito de Arte BA. En uno de aquellos viajes, cruzó el charco para visitar antiguos amigos conocidos durante su etapa de estudiante en Cuba. Aunque sólo estuvo aquí una noche (“en la que dormí en la peor cama, la más incómoda, en que jamás me haya tocado hacerlo”, según afirma) y dos días, se enamoró de la ciudad. Desde entonces tiene pegada en la pared de su estudio una serie de fotos que componen la vista panorámica de la ciudad desde el cerro. Debajo de la misma ha escrito: “Mis uruguayos queridos...”
Waldo tiene su estudio en Los Gavilanes, un poblado que Guadalajara se devoró en su crecimiento de megalópolis demencial y contaminada (más de seis millones de personas, más de un millón de autos circulando). Sin embargo, el lugar se mantiene como un edén ajeno a la locura que lo rodea, con sus árboles frutales, su estanque con peces de colores, sus pájaros exóticos, sus monitos, su pantera –Maya- con la cual, sin tomar en cuenta para nada sus enormes colmillos y sus afiladas uñas, el artista juega tal si lo estuviera haciendo con un gatito. Tan arriesgado y amoroso como cuando produce imágenes de ensueño con el pincel y el óleo.
Para la última Feria Internacional del Libro de Guadalajara (la más grande de América Latina), las autoridades de la misma encargaron a Waldo la dirección artística del Pabellón Cuba, el país invitado de honor. En la cúspide de sus facultades estéticas, el artista encaró la ciclópea tarea de pintar en poco más o menos mil metros cuadrados de lienzo su visión personal de la cultura de su país. Durante seis meses, ayudado por un equipo de jóvenes colaboradores venidos especialmente a este fin desde la isla (Yoel Díaz, Yunayka Martín y Rafael Miranda) y por algunos de sus amigos, trabajó para conseguir un resultado fenomenal: una serie de cuadros, como él prefiere llamarlos, que dejaron boquiabiertos a los miles de visitantes de la feria.
De este modo Waldo se transformó en un muralista que, sin ser mexicano, nada tiene que envidiarle a los más grandes maestros del país.
Por los inmensos lienzos desfilan los colores de la bandera de la isla, las figuras de Martí, el Beny Moré, Alejo Carpentier, los Tres Tristes Tigres de Guillermo Cabrera Infante, el unicornio azul de Silvio Rodríguez, los orishas de la santería, Nicolás Guillén, la campaña de alfabetización, Camilo, Lezama Lima, el Che, el dominó, la rumba...
Milagro de colorido e imaginería desbordada para los bienaventurados ojos que lo vieron y lo han de ver en el futuro.

texto: luis morales / fotos: ernesto katic y luis morales