La Jornada Semanal, 2 de julio del 2000 El hidalgo de Colima Guillermo García Oropeza ``Alejandro Rangel es parte de las inevitables experiencias de una
niñez mexicana y, mucho me temo, burguesa de hace unas décadas'', dice
Guillermo García Oropeza en este ensayo memorioso y referido, en buena
medida, a las tarjetas de Navidad que coparon el mercado mexicano por muchos
años. Rangel Hidalgo fue, además, caballero rural
en su Colima de volcanes, limones y tuba fresca, un pintor de mérito, un
escenógrafo y diseñador de vestuario que tuvo su gran momento en el ballet de
Miguel Bernal Jiménez, titulado Los tres amores de Juana. García
Oropeza celebra estas destrezas y las ubica en su contexto provinciano y, a
la vez, cosmopolita. Sólo unos días después de su cumpleaños setenta y siete murió, en
Colima, Alejandro Rangel Hidalgo. Quizá su nombre
diga poco a los nuevos, pero para muchos de los viejos Alejandro Rangel es parte de las inevitables experiencias de una
niñez mexicana y, mucho me temo, burguesa de hace unas décadas. Y es que
Alejandro fue el autor de unas incomparables tarjetas de Navidad, cuando
éstas aún se usaban, que a muchos gustaron y que quizá muchos coleccionaron
en alguna cajita que fue dejada después en el desván de los olvidos. Luego Rangel renovó fama como el diseñador de una línea de
muebles mexicanos hechos con la espléndida madera de sus trópicos y decorados
por él con figuritas de la niña-niñez, como la llamaba Yáñez.
Estos muebles tuvieron ciertos éxitos, como el de ser llevados a Los Pinos,
nuestro inconcluso e improvisado Versalles que ha
tenido tantos reyes y tan pocos artistas. Sin embargo, en ese momento -el
sexenio de Echeverría- el estilo oficial era nacionalista y folklórico; de
ahí que los muebles de Rangel, criollos y tropicales,
armonizaran perfectamente. Pero pese a sus éxitos, que le
perfilaban una carrera nacional, Rangel prefirió
regresar a sus tierras a los pies del Volcán, donde vivió en el estilo
envidiable de esos caballeros rurales -country-gentleman los llamarían
los ingleses, e hidalgos los españoles-, como aquel Alfonso Quijano el Bueno
que tanto dio de qué hablar). Un estilo muy alejado de lo usual en el mundo
creativo mexicano que se concentra en la ciudad-estado. Pero Rangel provenía de una viejísima familia de Colima y era,
perdóneseme la expresión políticamente incorrecta, un aristócrata
(casado, para mayor inri, con santa
dama descendiente de los señores de Valenciana y Rul),
aunque de las antiguas posesiones apenas le quedara la memoria y una casona
en poéticas ruinas en Nogueras, juntito al pueblo de Comala.
Claro que la Comala viva, no la difunta de Rulfo, ese pueblo blanco donde también vivió sus años
últimos Alberto Isaac, y que tiene una plaza alucinante donde los mariachis
tocan eternamente el ``Niño Perdido'' y la cerveza fluye como un río temporalero. Nogueras (donde hoy existe un pequeño y
encantador museo de la colección Rangel de cerámica
colimota arreglado como si fuera una pintura suya), pese a ser ruina, lo era
de manera espléndida y tenía, aparte de una cruza de jardín y selva, una
chimenea rota, un extraño reloj floral, el telón de fondo muy na•f del Volcán con fumarolas, un corredor
que daba a río y cascada particular, inmejorable para beber gin and tonic (más una sospecha
de bitter) como coroneles angloindios y para
cumplir con la adicción a la anécdota. Entre tantas gracias, Rangel tenía la de ser un conversador excepcional que
siempre despreció la servidumbre literaria. Así que había que devenir
taquígrafo para conservar esos cuentos rangelianos
basados todos en la sincronicidad y en las
hechicerías del trópico y donde intervenían como personajes, junto a los
excéntricos locales, ciertas celebridades como Tamayo; Esperanza Iris; algún
alcohólico miembro de la familia real británica; Atenor
Patiño (el boliviano millonario que se construyó en Manzanillo una especie de
puertecito del Egeo cruzado con mezquita de
Bagdad); un silencioso, ladino Juan Rulfo, y un
gárrulo Arreola que le disputaba la palabra al
señor de la casa. Partiendo de esas labores de taquígrafo terminé escribiendo
un libro de muchísimas cuartillas que está en stand by de publicación
y que es mi homenaje a Rangel Hidalgo. Al decidir Rangel
regresar a sus tierras o a lo que de ellas quedaba y asumir el puesto de
Marqués de Colima, canceló una carrera a la que concurrían talentos
múltiples, quizá excesivos, porque Rangel fue
muchas cosas, entre otras una especie de arquitecto que estaría emparentado
estéticamente con el mundo de Luis Barragán y con una Escuela de Arquitectura
que en su momento -hablo de los años cincuenta- tuvo una cierta personalidad
regional e innovadora: era la de Guadalajara, cuyo fundador, Ignacio Díaz
Morales, fue amigo muy cercano de Rangel. Allí se enteró el joven pintor de Colima que supuestamente iba a ser abogado
de algo que entonces se llamaba ``educación visual'', y que era un poco la
traducción que su amigo Mathias Goeritz,
maestro en esa escuela, había hecho de una de las materias básicas de la Bauhaus (que quizá se deba sobre todo al húngaro Moholy-Nagy), y que era la
explicación y uso del lenguaje visual, color, línea, abstracción, lenguaje
que podían compartir arquitectura, pintura y artes decorativas. Rangel, al parecer, había conocido a Goeritz
en Santillana del Mar, donde el alemán descubrió
las pinturas rupestres de Altamira que tendrían gran impacto en su obra, y
donde también andaba un fraile humildísimo que después sería nada menos que
Marcial Maciel, fundador de esa ominosa respuesta
mexicana al Opus Dei;
pero en Santillana Maciel
era tan pobre como San Francisco... Rangel nunca dejó de ser un poco
arquitecto de esa atractiva época early
Pedregal pero fue muchas cosas más. Como escenógrafo, se inició hace
muchos años en Bellas Artes con la Salomé de Wilde
(no hubiera podido ser otra cosa). Después, en distintas épocas, Rangel realizó escenografías para las obras de sus
amigos, como Miguel Bernal Jiménez y su Tata Vasco, de Héctor Azar, o
para el ballet de Ana Mérida, y terminó diseñando todo lo diseñable
para el Ballet Folklórico de Colima que es, seguramente, el mejor en su tipo
en el país. Pero hubo también un Rangel ilustrador
de libros que tentarían a cualquier coleccionista, como una bella edición de Flor
de juegos antiguos, de Agustín Yáñez, u otros más
recientes como La sombra niña, de Griselda Alvarez,
y dos libros sobre esa cocina colimota tan respetable y desconocida, en los
que Alejandro resucitó el viejo arte menor de la viñeta perfecta e intentó un
curioso género híbrido: fotografías compuestas por él e impuestas a un dócil
fotógrafo que es sólo el técnico y que son como las encarnaciones de sus
pinturas. Este género resucita en Perros de las tumbas de Colima,
reeditado recientemente por el Gobierno de Colima, donde los modelos serán
los perros prehispánicos de su colección particular, una colección hecha
-¡lujo de Marqués!- solamente con piezas rescatadas en las tierras que fueron
de la familia. Y habría, finalmente, un Rangel restaurador, jardinista
y escenógrafo, que se manifiesta en el centro de la ciudad de Colima y en el
conjunto entero de Nogueras, que transforma en un rincón de utopía con el
sabor de su estilo. Allí, por ejemplo, había una cenaduría de pueblo (tamales
y tacos dorados en el menú) decorada con algún estofadito barroco, colocado
con toda precisión porque en el mundo de Alejandro nada se puede dejar al
azar y nada puede ser menos que perfecto. Características fundamentales de lo
más importante de su obra, la pintura. Porque me imagino que Rangel, sobre todo, fue un pintor, aunque este pintor
estuviera prisionero dentro de la personalidad de un marqués tropical y hábil
político en el ámbito de su ciudad natal donde una gobernadora, Griselda Alvarez, y un presidente de la República, Miguel de la
Madrid, son como de la familia y asisten al comedor refinadamente decorado en
la casa de Nogueras. Y aunque Rangel
domine la pintura de caballete, de formatos usuales, pronto se dirigirá hacia
las escalas donde se encuentra más a su gusto: las del cartel o las de las
famosas tarjetas de Navidad. Si no en la miniatura, al menos sí en el formato
íntimo es donde Rangel puede alcanzar su concepto
de la perfección. Un dibujante muy preciso y un colorista que no lo es menos.
Así que siempre alcanza, cuandoÊmenos, la calidad,
esa vieja virtud que practicaban los flamencos o los florentinos y que
parecería ser despreciada en una buena parte del arte de hoy, aunque Diego la
practicara y también Tamayo, Gunther Gerszo o Ricardo Martínez. Con esa calidad, Rangel se convirtió en un pintor decorativo que no
parecía pretender más. Con sus exactos y armoniososÊcoloridos,
las composiciones de Rangel, como las de su carpeta
Juego de niños o su serie de crotos, se
convierten en cuadros seguramente decorativos para interiores burgueses y
confortables. Esta circunstancia quizá lo condene ante muchos a ser un
artista menor, un artesano, como dijo, con cierta pedantería, uno de
sus recientes críticos. Así sea, pero yo preferiría
llamarlo un artista practicante del tono menor, que quizá no sea lo mismo. El
hecho es que Rangel ciertamente no fue un artista
(o artesano) na•f o inculto. Si bien
prácticamente autodidacta, su cultura artística es muy completa. Estudió muy
bien a sus italianos (como Arcimboldo) y a sus
flamencos, a Zurbarán y también a sus mexicanos,
especialmente los grandes paisajistas del XIX pero también el arte abstracto
del XX a través de su gusto por la arquitectura de sus amigos. Rangel fue un pintor aplicado, valga la palabreja, que
estudió con gran cuidado sus temas, como la botánica tropical cuyo gusto
compartió con su amigo Toño Haas.
Sus series de tarjetas de Navidad, ya sean las de ángeles-niños mexicanos o
las de ángeles de todo el mundo, traslucen un conocimiento de arte,
costumbres, trajes, botánica. Hay en Alejandro Rangel
algo del niño aplicado que hace su plana de tarea con gran esmero. Lo más débil, en todo caso, serían los seres humanos, esos niños que a
su vez son tan perfectos que se alejan de la simple niñez para ser arquetipos
o muñecos. Son muy lindos, es cierto, pero también curiosamente lejanos. Lo
que a veces, al menos a mí, me impresiona por mostrar una sutilísima cualidad
siniestra. Y es que estamos en un mundo de muñecos quizá mecánicos como Coppelia o, por qué no, de fantasmas. Son niños que no se
despeinan, que no sudan, que no juegan y que -menos aún- no gritan. Están
inmersos en un mundo ordenado y silencioso, bien rangé,
como dirían los franceses. Y es que Rangel
fue un pintor definitivamente aristocrático. Si se quiere, fue el último
artista del porfiriato, de la Belle
epoque de las haciendas mexicanas o, si vamos
más allá, el último artista del barroco nuestro. Si en las obras de Rangel los seres humanos se desdibujan, en cambio lucen
toda su presencia los objetos, reproducidos con precisión de daguerrotipo. Por inevitable nostalgia, Rangel fue una especie de anticuario siempre a la
búsqueda del quinqué, del platón de porcelana, de balanzas justicieras, de
jarros de cocina, del mapamundi, del metálico microscopio. Los muebles que
pinta serían perfectamente reproducibles por un ebanista de talento y el
piano vertical que calla bajo unos candelabros espera que alguien por fin lo
abra para tocar la sonatina o algún vals de Ricardo Castro, como el que
tocaba Genoveva. Rangel fue un pintor de una clase
derrotada (aunque con gran habilidad de supervivencia, muy preferible a los
horribles ricos y súper ricos de hoy) pero también un pintor de la Suave
Patria, el México blando, íntimo, provinciano (indígena en Rivera),
doméstico. Se trata, por lo tanto, de un mundo femenino y maternal, donde las
``institutrices de mi corazón'', que decía López Velarde, han impuesto una
dulce tiranía. Un mundo en el que quizá exista la represión del superego pero también la voluptuosidad del orden y la
aromática limpieza. Un mundo de infancia que perdura interiormente como
añoranza o como neurosis. Rangel, pintor de recuerdos, lo fue
también de su tierra, de esa Colima que es una especie de diminuto Veracruz
occidental también con volcán nevado, puerto, delirante vegetación y algunos
encantos arqueológicos enterrados bajo el cañaveral. Quizá por eso Rangel logra algo inusitado: ser inmensamente popular en
su ciudad de Colima, donde por todas partes nos encontramos sus cosas, como
si fueran recuerdos de familia. Este aristócrata termina siendo herencia de
todos. Don Alejandro, latifundista de la memoria, orfebre de nostalgias. Que
Dios le devuelva el tiempo perdido y la armonía de la niña-niñez. |