Filósofo de la Plástica
Ramiro Torreblanca
GUADALAJARA, JALISCO, MEXICO
Domingo 03 de Agosto de 2003 El
Informador, diario independiente
 
En los años treinta del siglo pasado, el pintor Fernando Best Pontones tenía su taller en una casa del
Pedregal de San Angel de la ciudad de México, donde
enseñaba pintura a jóvenes y adultos con sistemas y principios academicistas.
Un día de clases, rutinario como la mayoría de ellos, atrajeron su atención
los esbozos de un joven de quince años, quien sobresalía entre los demás por
sus aptitudes inusuales para el dibujo. El maestro Best Pontones revisó con interés los trabajos de su alumno, palmeó el hombro del
estudiante con paternalismo y le dijo: "Muchacho, tú eres pintor".
El profesor, sin saberlo, estaba presagiando el futuro de Ramiro Torreblanca,
el pintor filosófico que años después sería uno de los más importantes
exponentes de la plástica contemporánea de Jalisco.
Esta anécdota me la platicó el maestro Torreblanca con el fin de aclararme
que él no era un arribista que empezó a pintar en la edad adulta, sino un
artista que descubrió su vocación por el arte desde niño, pero tardó en
lograr su objetivo por circunstancias que lo llevaron por otro rumbo.
Ramiro Torreblanca nació en Acapulco, Guerrero, en 1922 y creció en el medio
tradicionalista de la clase media. Estudió la primaria en su tierra natal y
en Chilpancingo. Luego su familia lo mandó a la ciudad de México, donde cursó
la secundaria como interno en el colegio Williams y
conoció a Best Pontones.
Llegó a Guadalajara en 1940 lleno de ilusiones a estudiar bachillerato. Su
inclinación natural por el arte lo llevó, recién establecido en la capital
tapatía, a visitar al maestro José Vizcarra en su
taller de la calle Reforma, cerca de la Preparatoria de Jalisco. Allí, al ver
pintar al viejo artista nació su inquietud por tener un taller propio y ser
como aquel hombre que vivía para el arte. Este encuentro lo motivó tanto, que
se inscribió en una escuela de Artes Plásticas que tenía Juan "Ixca" Farías en una vieja
casona de la calle Tolsá (hoy Enrique Díaz de León
sur). Durante el tiempo que asistió a ella ponía atención a las indicaciones,
practicaba con ahínco y observaba lo que otros hacían.
Al terminar la preparatoria, no obstante su amor por el arte, su espíritu
humanitario y místico lo condujo a elegir una profesión en la que pudiera
servir a la gente, por lo que decidió estudiar medicina, carrera que abandonó
durante cuatro años por la muerte de su padre y problemas económicos, pero
más tarde la concluyó. Después aceptó una plaza como jefe de los servicios de
higiene escolar en su natal Acapulco, donde residió varios años. Durante
aquella época conoció en el puerto al pintor de vanguardia Gilberto Aceves
Navarro, protagonista años después de la generación de ruptura, quien por ser
profesor del Instituto Regional de Bellas Artes de Acapulco lo motivó a
inscribirse en dicha escuela y continuar por el sendero de la creatividad. En
el Instituto, Torreblanca inició una etapa que consideró un descubrimiento,
un nuevo escenario de la plástica en el que prevalecía la libertad expresiva
y la búsqueda de lenguajes propositivos, tanto en
la abstracción como en los estilos y corrientes de las vanguardias históricas
llamadas "ismos" (fuavismo,
dadaísmo, expresionismo, surrealismo, cubismo, etcétera), que Torreblanca
consideraba discursos libertarios de academicismos esclavizantes que
limitaban la creatividad. Gracias a su amigo Gilberto conoció a los
principales difusores de esta corriente innovadora: Vicente Rojo, Vlady, Lilia Carrillo, José Luis Cuevas y otros. Desde
entonces combinaría la pintura con su actividad médica cotidiana, que no
volvería a ser obstáculo para su desarrollo como pintor.
A los 35 años de edad, en 1957, presentó su primera exposición, y tres años
después fue invitado a participar en una importante muestra colectiva en la
que alternó con Tamayo, Felguérez, Rojo, Nishizahua, Gironella y Reyes
Ferreira. Su obra, realizada ya con una orientación hacia las vanguardias y
con un vocabulario distintivo, fue elogiada por críticos de renombre, como
Raquel Tibol, quienes hacían notar que sus cuadros
no eran de un aficionado.
Cuando regresó a Guadalajara, en 1964, como médico del Seguro Social,
estableció su taller por la calle Galeana, en el corazón de la ciudad. Pronto
se dio a conocer por sus conceptos avanzados en la plástica y se convirtió en
el guía inspirador y filosófico de pintores noveles y avanzados que asistían
a su taller: los primeros a recibir sus enseñanzas, los segundos a observar y
escuchar sus ideas. Artistas que destacarían más tarde orientaron sus
intenciones, objetivos y estilo después de conocer y escuchar a Torreblanca.
La maestra Irma Serna, viuda del fallecido pintor Jesús Serna, platica que su
esposo incursionó en el arte abstracto porque lo motivó Ramiro. El conocido
pintor Luis Valsoto me comentó que lo considera
como el personaje que le dio los principios que cimentaron sus conceptos en
la plástica. Como ellos, muchos otros se enriquecieron con la desprendida
sapiencia del maestro.
Durante dieciséis años alternó su profesión médica con exposiciones
pictóricas, la enseñanza de la pintura y la crítica de arte periodística,
pero en 1980, cuando se jubiló de la medicina, cumplió el viejo sueño de
juventud: como Vizcarra, vivir sólo para pintar y
enseñar. Así construyó su destino trascendente y entró en una etapa de
madurez creativa en la que fue reconocido y respetado por toda la comunidad
cultural, que lo adoptó como creador jalisciense.
En efecto, aunque no nació en Jalisco, era profundamente regionalista, como
lo demostró cuando declaró: "Que no emigren nuestros cerebros ni
nuestras manos, sino (que) vengan de todo el mundo a admirar la obra de
Orozco y de tantos artistas que laboran en silencio y a veces... no
oídos".
Como todo innovador férreo y convincente, tuvo admiradores y detractores,
partidarios de su pensamiento renovador y opositores que lo censuraban, pero
nunca abdicó de sus ideas sobre el arte ni de su visión de los nuevos códigos
estéticos de la plástica contemporánea.
Su estilo es neofigurativo, con tendencias al
expresionismo y la abstracción. Sin embargo, en su desarrollo artístico tuvo
etapas en las que incursionó en la pintura académica, el impresionismo y el
realismo con temas religiosos; pero cuando conoció a Aceves Navarro se
identificó con la neofiguración cromática, expresionista en la mayoría de sus
obras. Así culmina su propuesta artística y precisa su visión estética, al
pintar con libertad sus propios trazos y definir sus rasgos pictóricos en
temas que se distinguen por estar estructurados sobre bases académicas en lo
referente a la puntualidad de las formas, el empleo del espacio y los
colores, pero su resolución compositiva es de vanguardia, audaz, colmada de
elementos simbólicos inmersos en trazos semiparalelos de ritmo vivo y carácter. Sus fondos son generalmente abstractos con
tonalidades coherentes que revelan, en conjunto, su idea expresiva y la
imagen emblemática de su impronta. Torreblanca no cayó en la temática
tautológica, ya que sus motivos abarcan desde la figura humana, bodegones y
objetos cotidianos, hasta las efigies de nuestra cultura prehispánica,
reflejo de sus sentimientos nacionalistas y de la catarsis de su honor
mestizo.
Torreblanca no fue debidamente valorado en vida, pero como suele suceder con
quienes trascienden por los valores de su legado artístico, su imagen va
creciendo conforme pasan los años. Hoy es un valor local reconocido por los
tapatíos que lo conocieron personalmente; otros lo admiran por su obra y el
prestigio de su trayectoria; estoy convencido de que, como ha ocurrido con
tantos artistas que no fueron justipreciados en su tiempo, alcanzará el
reconocimiento nacional en el futuro, cuando las nuevas generaciones de
conocedores emitan su juicio, reconozcan los significativos atributos
artísticos de su obra y la valoren sin la barrera del mercantilismo actual.
A Ramiro Torreblanca los honores humanos no lo inquietaron porque cumplía una
misión en su vida. Fue un hombre discreto, pero no tímido; sensible, pero no
melifluo; conocedor de la teoría del arte, pero sin ostentarlo. Era de
carácter fuerte y definido. Como todos los seres que trascienden, sabía
defender sus creencias sobre arte, filosofía o religión. Los homenajes que le
prometieron no le hicieron falta, ya que su espíritu místico no se alimentaba
de las alabanzas efímeras, sino de las satisfacciones internas que le
producían los testimonios de su fecundidad artística; es decir, de la íntima
euforia emocional que nutre al artista cuando termina el cuadro que le
satisface.
Sin embargo, Torreblanca ganó varios premios en concursos de artes plásticas,
y recibió algunos reconocimientos en vida, como la medalla de oro que le
otorgó el Seguro Social por su labor cultural, la designación Miembro Distinguido
de la Comunidad Tapatía y Miembro de Honor de la UNESCO, entre otros.
En 1995, cuando realizaba la investigación para el libro Cuatro siglos de
pintura jalisciense, tuve algunas entrevistas con el Maestro para que me
proporcionara datos de su vida y obra. En un cuestionario que le entregué
para tal fin estaba la pregunta ¿cuál es su meta como artista? A la que
respondió: "Pintar hasta el último día de mi vida, siendo un testigo
crítico de mi realidad y de mi tiempo. Participar en la implantación del espíritu
en el mundo, ser voz del dolor y la miseria que ha perdido el sentido
trascendente del ser, del vivir y aún del morir". En unas cuantas
palabras dejó evidencia de su profundo pensamiento. Desgraciadamente murió el
7 de abril de 1997.
Su legado perdurará. Los jaliscienses estamos en deuda con él...
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