| Rafael Coronel, un géiser en plena actividad 
    
   por Mónica
  Mateos Cuando el crítico de arte
  Luis Cardoza y Aragón vio la exposición que Rafael Coronel presentó en el
  Museo del Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, en 1959, se sintió
  "ante un géiser". Se trataba de la obra de un pintor nacido en el
  estado de Zacatecas, de 28 años de edad, cuyo pincel, escribió entonces el
  especialista, era "un fluir de creación, con fantasía fresca, palpable,
  advertible. El manantial nace a borbotones, atropellándose". La intención del
  artista zacatecano en aquella época "dominada por el boom del
  muralismo", era "mostrar el ser humano latinoamericano sin ponerle
  adornos como Diego Rivera, que le ponía alcatraces, o David Alfaro Siqueiros
  banderas, y José Clemente Orozco llamas. Cuando dejas la pintura sola es cuando
  llegas al énfasis humano más alto, a la representación más pura del hombre,
  como los retratos de Rembrandt, que no tienen más que luz y un poco de
  sombra", recuerda el creador. Han pasado cuatro décadas y el géiser
  sigue activo, efervescente. Rafael Coronel ya
  no es el adolescente que soñaba con ser futbolista, a pesar de que siempre le
  gustó dibujar. "Creía que el arte no daba para comer, pensaba que la
  pintura se hacía como complemento de cualquier otra profesión, no tenía ni
  idea de que existían pintores profesionales".  
   Imagen 1: La Mortaja (fragmento), 1996.
 Imagen 2: La Pelona, 1973.
 
 
 Actualmente es uno
  de los artistas mexicanos mejor cotizados en el mundo. Al año, "por lo
  menos", realiza cien cuadros, "o trescientos, sin contar, claro,
  los dibujos y litografías". Su obra se la disputan museos, galerías y
  coleccionistas privados a precios que le permiten al pintor comprarse sus
  "monos y cochinadas" para el museo que creó en su ciudad natal, el
  cual exhibe más de cinco mil máscaras rituales, quinientas piezas
  prehispánicas, mil quinientas piezas de cerámica colonial, doscientos títeres
  antiguos y cientos de dibujos de Diego Rivera. Una tarde cualquiera, puede
  desembolsar, "al chás chás" -como él explica-, tan sólo abriendo la
  cartera, hasta ochenta mil dólares para adquirir una enorme cabeza de madera
  que se usó en algún baile tradicional "de moros contra cristianos"
  en el siglo XVIII. Coronel es un
  hombre solitario. En 1969 murió su esposa Ruth, hija de Diego Rivera y Lupe
  Marín, y madre de su único hijo, Juan. Ha tenido "una que otra
  novia", con la que a veces se va "de vago por el mundo, pues con
  frecuencia me sucede que me pongo a aullar como hombre lobo por no saber qué
  pintar. Viajar refresca mi visión acerca de México y renueva el instinto
  impulsivo que me hace estar frente al lienzo, como en un confesionario, con
  mi pincelito, dale y dale". Sus amigos son
  pocos, ya no hace esas fiestas semanales a las que, en los años sesenta,
  asistía "medio México, todos los intelectuales de la ciudad, desde mis
  amigos pintores como Francisco Corzas, Arnaldo Cohen, y Salvador Elizondo, a
  Paulina Lavista, o Alejandro Jodorowski -con quien me la pasaba hablando de
  pornografía-, o Emilio El Tigre Azcárraga, que siempre me trató como rey.
  Eran borracheras de dos o tres días, pero por lo regular, muy interesantes.
  Las hacíamos en el estudio de (Diego) Rivera -que para ese entonces ya había
  muerto-, en la colonia Altavista".  
   Imagen 3: Asunto enredado, 1999.
 Imagen 4: El moro y el cristiano, 1997.
 
 
 Rafael Coronel
  trabajó durante veinte años en el taller de su suegro, dice que ahí realizó
  las mayores producciones plásticas que ha logrado. Desde 1981 vive en la
  ciudad de Cuernavaca, en una casa rodeada por una barda llena de gráfitis que
  parece resguardar un terreno abandonado. Pero al cruzar el portal, la guarida
  del pintor es un espléndido bosque de árboles viejos, donde corren a sus
  anchas cuatro perros labradores. Su casa y su estudio apenas se distinguen
  entre la vegetación. No le gusta dar entrevistas, afirma, "y si lo duda,
  nomás chequee los periódicos". Pero debido a la exposición Rafael
  Coronel. Cincuenta años de pintura. 1949-1999 que se inauguró el pasado
  28 de marzo en el Antiguo Palacio del Arzobispado, ubicado en el Centro
  Histórico de la Ciudad de México, Coronel accedió a charlar con BABAB,
  "pero así, tête a tête, no me gusta hablar con multitudes, me da
  pena". MÓNICA
  MATEOS - Ha dicho que pinta a "los imposibilitados", pordioseros,
  teporochos, viejas prostitutas, es decir, a los pobres que nunca dejarán de
  serlo. ¿No le parece paradójico que precisamente esos rostros le generen
  tanto dinero? ¿Qué hace usted por ellos además de retratarlos? RAFAEL CORONEL - El problema de la pobreza
  en México es demasiado grande para que una sola persona pueda solucionarlo.
  Siempre que me piden un cuadro para una subasta altruista lo doy, o dos, o
  tres, los que hagan falta. Pero a veces, ni siquiera así ayudo, porque el
  dinero no llega a donde debe. En la reciente campaña para juntar fondos para
  ayudar a los bomberos de la ciudad, di un cuadro, y ya ves, el dinero
  desapareció. Ni modo que vaya a reclamar y pedir que me devuelvan mi pintura,
  ¿verdad? Cuando puedo y me lo piden, ayudo directamente, ¿qué otra cosa se
  puede hacer? Por otra parte, me esfuerzo en crear una obra que dentro de
  doscientos años hable de un país, de una época, de un espíritu colectivo.  
   Imagen 5: Azul de la Mancha, 1959.
 Imagen 6: La mujer de Jerez, 1952.
 
 
 MM - Los personajes que pinta
  también son un poco magos, o mágicos, por sus atuendos antiguos, sus
  sombreros como de otro mundo. RC - Es que soy un pintor del
  siglo XIX. Siento como si tuviera miles de años, ¿no te parece que soy
  bastante viejo? Con esa idea pinto. Ahora estoy trabajando en una serie
  acerca de los danzantes zacatecanos, que se visten de "tastoanes"
  -que significa cuidadores del tiempo-; pero quiero pintar al danzante cuando
  no está bailando, sino cuando esta sentado y tiene su máscara tumbada en el
  suelo, aguardando. MM - ¿Se siente un alquimista? RC - ¡Ja, ja, ja! No, no. Para
  nada. Durero decía que era alquimista y hablaba mucho de su misión divina en
  el arte, él sí, con las cosas que hacía, tenia derecho para sentirse lo que
  quisiera. Yo no. Sólo soy un pintor y ya. MM - Su hermano mayor, Pedro,
  se fue de Zacatecas hacia la ciudad de México para estudiar pintura en La
  Esmeralda, ¿eso lo motivó para dedicarse también al arte? RC - Lo de la pintada es algo
  que traemos de familia, en los genes. Mi abuelo decoraba iglesias, dibujaba
  las guirnaldas que adornaban las paredes. Cuando mi padre me platicó que
  Pedro estaba estudiando pintura en México se me hizo una de las pendejadas
  más grandes que había pasado en la familia. Porque además llegaban sus
  cartas, donde pedía cinco o diez pesos para sobrevivir. En aquel tiempo los
  pintores jóvenes no comían de la pintura; ni los viejos, que además de
  pintar, tenían que dar clases en las academias.  
   Imagen 7: Rafael Coronel (Fotografía: Nacho López).
 Imagen 8: Rafael Coronel y Ruth Rivera, 1964 (Fotografía: John Bryson).
 
 
 Cuando me fui a
  México, quería ser futbolista en el equipo América. Pero a mi padre le
  prometí que estudiaría para contador. Al llegar al Distrito Federal, me
  entusiasmé por la arquitectura, y luego gané, en 1952, un concurso de pintura
  que organizó el Instituto Nacional de la Juventud Mexicana. Es un cuadro que
  hice con crayolas de cera sobre cartón (La mujer de Jerez), porque no
  tenía dinero para comprar óleos y telas. Pero así gané una beca anual de 300
  pesos al mes, con los cuales podía sobrevivir y dedicarme a pintar. Traicioné
  a mi padre, pero le hice un bien a la patria. Fue la primera vez que expuse
  en el Museo del Palacio de Bellas Artes. Pero el requisito para que me dieran
  la beca era que tenía que estudiar pintura en alguna escuela, así que me metí
  en La Esmeralda, de donde me corrieron dos meses después porque no hacía lo
  que los maestros querían. Un día, el pintor Carlos Mérida me recomendó con
  Inés Amor, la dueña de la Galería Arte Mexicano (GAM), que entonces era la
  que manejaba a los grandes: Rufino Tamayo, Gunther Gerzso, Rivera. Antes de
  entrar con Inés sólo había vendido dos cuadros, a un amigo de mi hermano
  Pedro y otro a un tío que me lo compró en abonos. Desde que llegué a la GAM,
  agarré ritmo. Estuve ahí veinte años. Gracias a Inés Amor, que colocó mi obra
  no sólo en México sino en el extranjero. Entonces pude comprar todo lo que
  tengo ahora, mis casas, mi colección de máscaras, todo. Pero lo más
  importante es que, cuando un pintor no tiene que preocuparse por qué va a
  comer al día siguiente y tiene para comprar colores, agarra ritmo y la obra
  se consolida, madura. Después de cincuenta años, ya puedo pintar lo que
  quiera, a la hora que quiera, sin preocupaciones. MM - Cuando inició su carrera
  como pintor quiso ser abstracto, ¿le gustaría retomar ese género? RC - No. Creo que ya todo está
  hecho. Imagínate, ¿qué haría ahora junto a un Vicente Rojo? Aquí en mi
  estudio tengo guardados esos cuadros del principio, que no se parecen en nada
  a lo que hago, porque me gustaba la textura terrosa. Ahora mis lienzos son
  suaves. Por supuesto que no se los enseño a nadie, y menos a los galeros,
  porque van a querer venderlos. Eso no es lo que quiero que conozcan de mí. MM - ¿En qué está trabajando
  actualmente y cuál es su próxima exposición? RC - Estoy pintando el retrato
  de mi madre conmigo, de bebé, en sus brazos. Por ahora es una especie de
  sombra que aparece desde un fondo negro. Y, aunque no me gusta hacer
  exposiciones, mi amigo Gary Nader, de Miami, me invitó a presentarme en su
  galería. Acepté nada más por la amistad que nos une y porque me presentó a
  Juan Luis Guerra, a quién yo tenía muchas ganas de conocer. Los invité a mi
  casa; Juan Luis ya es mi amigo también, me encanta, está hecho todo de
  merengue.       |