EL INFORMADOR
Guadalajara, Jalisco, México - Domingo 14 de agosto de 2005
Ramiro
Torreblanca: espejo de la memoria

Obra
de Ramiro Torreblanca,
impulsor de la plásticaa en
Guadalajara
durante las
décadas de los 60, 70 y 80.
Como lo
demuestran su itinerario existencial y sus mejores obras pictóricas, el
universo estético de Ramiro Torreblanca (Acapulco, 1920 – Guadalajara, 1997)
es primordialmente un universo ético: la mirada como un templo dedicado a la
vida y a la muerte, a la pasión y a la inocencia, al deseo transfigurado y al
erotismo sin concesiones, a la palabra y al silencio, a la implacable acción
de la naturaleza y al contradictorio devenir de las personas, a la crítica y
a la imaginación, a la trascendencia espiritual y al efímero placer, al azar
y a la voluntad, al tiempo y a la memoria, a la encarnación figurativa y a la
mística abstracción, a las fuerzas de la oscuridad y de la luz que moran en
el corazón del ser humano.
Desde esta perspectiva, evocar al irónico ideólogo de causas perdidas y
promotor cultural, el maestro paciente y preciso (no obstante que hasta la
fecha la mayoría de sus numerosos alumnos le han hecho poca justicia), el
multifacético hombre de cultura y fe que se interesaba “por todo lo humano”,
el redactor incansable de panfletos y manifiestos -como el vitalista, el antichichista y el del Taller María Izquierdo- que
buscaban nuevos aires y proponer la conjunción de la tradición y la
modernidad en los áridos terrenos de las artes visuales estatales y
nacionales de los 60, 70 y parte de los 80…
No es sólo una forma de ensanchar las anécdotas, las posibilidades y las
contradicciones de una vida rica en ellas como la de Torreblanca, sino
preponderantemente llevar a cabo una rápida introspección biográfica que
permita ahondar en el misterio y la verdad del arte de este pintor, en sus
paraísos y sus infiernos, en sus abismos y sus cimas, en su provocador estilo
y sus reiteraciones caprichosas, en su calidad pictórica que no se sostuvo
por largos periodos y obras porque huía intermitentemente ante tanta
experimentación formal y discursiva, en su lirismo poético que terminó por
confundirse, fundirse y ahogarse con sus profundas convicciones religiosas y
políticas, es decir, ahondar en una palabra, en la creatividad, la libertad y
el destino de Ramiro Torreblanca.
Ya es un lugar común mencionar que la obra de este autor, quien convivió con
la generación de la Ruptura en sus años juveniles en Acapulco y la Ciudad de
México (José Luis Cuevas, Gilberto Aceves Navarro, Vlady,
Lilia Carrillo y Manuel Felguérez) y se nutrió
intelectualmente de tal contacto artístico tropical y defeño,
en la actualidad es poco conocida, valorada y reconocida por la crítica
especializada en el ámbito nacional.
A cambio, ocupa un lugar de prestigio en los ámbitos local, estatal y
regional, acaso debido más a la renovación que impulsó en Guadalajara junto
con otros artistas plásticos a través de su discurso en pos de unir en
términos estéticos y éticos la vanguardia internacional y las raíces
nacionales en una época en la que todavía triunfaba el muralismo duro y se
creía que “no había más ruta que la nuestra”, pero no tanto provocado por un
verdadero conocimiento del trabajo pictórico de alta calidad que realizó en
diversos momentos de su trayectoria: cuadros de Torreblanca en los que aletea
la técnica, la belleza y el misterio; en los que el deseo se sublima al rojo
vivo; en los que la abstracción es un equino y el paisaje de manchas es una
comunión figurativa; o en los que la luz es una necesidad del alma arrebatada
por el fugaz sueño de la felicidad.
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