| Teresa del Conde Poco conocido en esta
  capital y nacido aquí en 1959, Roberto Márquez se formó desde los 13 años en
  Guadalajara, donde estudió artes plásticas, arquitectura y literatura en el
  taller de Elías Nandino; esto último debe haberle resultado esencial para el
  desarrollo de su discurso iconográfico. El pintor declaró hace poco:
  ``Disfruto mucho más imaginando las pinturas. Realizarlas supone trabajo''.
  Esto podría hacer pensar que ``la cocina'' pictórica, los problemas de
  composición, los acabados, etcétera, le resultan engorrosos. Puede ser que
  así sea, pero lo cierto es que su pintura es minuciosa, siempre terminada,
  muy cuidada, con todo y los acentos deliberadamente provincianos de sus obras
  más tempranas. Su entrenamiento en arquitectura ayuda a que así suceda, como
  acontece con las obras de Alfredo Castañeda (que vive en España) o con las de
  Antonio Luquín, merecedor de una mención honorífica en la Bienal Tamayo de
  1996. Estos pintores, al igual que Xavier Esqueda, tuvieron esta disciplina
  como formación inicial.  Titulado en arquitectura en
  el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente, Márquez
  abandonó su carrera para dedicarse a la pintura. Hacia 1985 se estableció en
  Arizona, y su trayectoria adquirió un tono ascendente gracias a las sucesivas
  exposiciones que presentó en la Riva Yares Gallery de Scottsdale, ciudad
  conurbada a Phoenix. Desde 1990 vive preferentemente en Nueva York y desde el
  31 del pasado enero presenta una nutrida muestra individual en el Marco, bajo
  la curaduría de Clayton Kirking. Tres años antes, en 1994, Edward J. Sullivan
  publicó un libro sobre este pintor: Sojourns in the Labyrinth: a Survey of
  Paintings auspiciado por el Museo de Tucson.  Algunas obras me recuerdan a
  Balthus, uno de los artistas más enigmáticos y de acceso difícil que han
  existido. No porque sus composiciones sean ``difíciles'' de percibir, lo
  complicado es acercarse a él y más aún obtenerlas en préstamo. Balthus ha
  tenido seguidores, a veces permanecen en su vena y otras se apartan de ella,
  como ha sucedido con Saúl Villa. Quienes estuvieron al tanto de las primeras
  incursiones de éste en México lo recordarán como pintor abstracto de muchas
  texturas. Fue en la Galería de Arte Contemporáneo de Benjamín Díaz en la
  calle de Medellín que yo vi por primera vez pinturas figurativas suyas que
  recordaban a Balthus.  Al igual que Julio Galán y
  que Nahum B. Zenil, Márquez gusta de autorretratarse, pero las semejanzas que
  a primer golpe de ojo ofrece con el internacionalmente conocido coahuilense
  merecedor de la primera versión del Premio Marco, son engañosas, aunque la
  imaginería presenta convergencias, no sólo con Galán, sino incluso con Zenil
  y con Enrique Guzmán(+). Generalmente están referidas a vestigios erótico-religiosos
  tratados muy a la ``posmoderna'', por ejemplo cuando se autorretrata como el
  Arcángel San Miguel (1991) que victorioso tiene a sus pies a un indefenso
  adolescente desnudo echado de bruces en un terreno arenoso, indiferente a la
  presencia del príncipe de las milicias celestiales. A veces introduce
  connotaciones catastrofistas, como en la técnica mixta Augurio en la
  que puede advertirse este enunciado escrito al revés, es decir, de derecha a
  izquierda: ``llegará un día en que no quede nada de este cuadro y de lo que
  aquí se representa... así es''. Lo que hay en el cuadro es el perfil de una
  esquematizada ciudad como telón de fondo. Un sol negro preside la escena con
  la efigie del pintor en primer término alzando la mano izquierda en ademán de
  saludo o de despedida. La figura ha ``avanzado'' por un terreno baldío hasta
  el lugar que ocupa en la composición, dejando visibles las huellas de sus
  zapatos.  En otro cuadro: ¿dónde está
  Avalon? sólo su cabeza emerge de una marejada en la que flotan las páginas de
  un libro y por cierto que es muy afortunada la forma que ha elegido para
  pintar el agua, que reaparece en la pieza Cruzando el río, una de las
  mejores del conjunto porque no incluye allí ningún elemento iconográfico que
  obedezca a la retórica de la imaginería kitsch asumida deliberadamente, cosa
  que sí sucede en obras como Te llevaré al cielo (otra vez un arcángel,
  ahora amenazado por sogas que parecen serpientes) o en Juego de espejos
  con su figura vista de perfil portando alas de utilería, es decir, disfraz de
  ángel.  Márquez conserva su interés
  por contemplar y referirse a la arquitectura. En Las bodas de Philidor
  coloca un desnudo femenino (con soga) en lo que sería el ábside de un templo
  con rasgos románico-bizantinos, ofreciendo analogía escenográfica con un
  cuadro de Rafael Cauduro que reproduce de modo fidedigno el ábside de San
  Vital en Ravena. Son 70 obras las que se exhiben en Marco. 
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