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 | Roberto Rébora pudo
    dedicarse a otra cosa. “¿Cómo podría saberlo ahora?”, se pregunta en la
    entrevista que el escritor y crítico Javier Ramírez le hizo para el
    catálogo de Taller, la exposición que, hoy por la noche, inaugura en
    el Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara. Es cierto, Roberto Rébora pudo dedicarse a otra cosa, pero desde su
    juventud no ha hecho otra cosa que enfrentarse al espacio en blanco:
    primero como pintor y, más tarde, como escritor y editor. 
 Hermano de la también pintora Ana Luisa Rébora,
    Roberto (Guadalajara, 1963) contrajo el virus del arte en la niñez. Y nunca
    se curó. A los doce años, en una visita escolar al Hospicio Cabañas, hoy
    Instituto Cultural, “El hombre de fuego”, de José Clemente Orozco, se le
    metió en los ojos y, marcado por ese encuentro, decidió probar suerte en el
    mundo de los trazos. Ahora, cuando mira hacia atrás, utiliza una palabra
    para describir su formación artística: autodidacta.
 
 De Guadalajara se fue joven y, aunque no concluyó la preparatoria, el
    orgullo marca sus palabras cuando habla de su casa de estudios y sus
    periplos de estudiante. “Yo soy universitario. Estudié en la prepa 7. Fui de la primera generación, aquella
    que no tenía mesabancos ni pizarrón cuando se
    inició en la Tuzanía. Hoy es ya una extensión de
    la ciudad, pero entonces había que caminar más de 20 minutos entre hierbas
    y campo para llegar a lo que fueron las primeras aulas”.
 
 Después de los viajes a la escuela quiso hacer otros e Italia fue su primer
    destino. Allí vivió ocho años y se dedicó a visitar museos y galerías. A
    los 30 años regresó al país, donde alterna su vida entre la ciudad de
    México y la capital de Jalisco. Como dibujante comenzó a publicar cartones
    políticos, como Betini, en El
    Informador y El Universal, entre otros diarios. Las letras
    tampoco le son ajenas y ha incursionado en el cuento y la poesía. Como
    pintor, una de sus primeras series, < i>La niña precoz, se exhibió en
    el Museo de la Ciudad, en Guadalajara, en 1993. De esa exposición, la UdeG le publicó un catálogo que, como tantos otros,
    hizo que Rébora se involucrara con el mundo de
    las impresiones.
 
 En 1994, uno de sus amigos de juventud e hijo del autor de “El hombre de
    fuego”, José Clemente Orozco Farías, le entregó a
    la Dominga, una imprenta de tipos móviles que se convirtió en la
    madre de Taller Ditoria, empresa de amigos que, a
    la vieja usanza, ha publicado libros de autores como Gerardo Deniz y Juan Gelman.
 
 Es padre de dos hijos y los temas de sus cuadros son recurrentes: la
    familia, el erotismo, la plaza pública, lo onírico o “las multitudes como
    un interés de la representación de la colectividad”. La sensación
    primigenia tampoco ha cambiado: “El roce del pincel con la tela seduce. La
    relación con mi oficio de pintor es sensual”.
 
 Roberto Rébora pudo dedicarse a otra cosa, pero
    eligió ser pintor. Y aunque vive de lo que hace, confiesa que nunca es
    fácil. Ahora, aspira a que su trabajo, el pictórico y el editorial, “sea
    una forma de pensamiento propia” y explica: “Tener un espacio en blanco a
    tu disposición es una de las oportunidades más grandes y ricas con las que
    uno se puede relacionar, porque todo es posible, incluso hacer una obra
    maestra”.
 
 
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