Ausencias que
pesan II

EL INFORMADOR, GUADALAJARA, JALISCO, MEXICO Domingo 27 de Julio de 2003
Francisco Javier Ibarra
Junto con la insigne fotógrafa laguense Lola Alvarez Bravo, hace falta
urgentemente colocar en la Rotonda de las y los Jaliscienses Ilustres a la
pintora María Izquierdo. Es increíble que carezcan de un lugar en tal
Rotonda, donde no están todos los que son ni son todos los que están,
personas de la talla de María Izquierdo, a quien la propia Lola describió
como "una mujer muy alegre y popular, muy provinciana, como un jarro
lleno de agua de manantial, fresca y pura; es una de las figuras más
auténticas, más mexicanas que he conocido, llena de gracia, de talento y de
chiste; es una gran artista por el color y la ingenuidad mexicana de sus
cuadros".
Sin lugar a dudas, María Izquierdo es la pintora jalisciense más importante,
trascendente y valorada a lo largo de la historia del arte de Jalisco y de
México.
Sus creaciones pictóricas constituyen todo un universo artístico, un legado
de inolvidables figuras y trazos marcados por la seducción de la inocencia y
la fuerza salvaje de la ironía, en el que es posible apreciar su insondable
pericia en el manejo de las herramientas técnicas de la pintura, sus
exploraciones estéticas sobre todo a través de la expresividad del color y el
fervor imaginativo, su búsqueda en pos de un lenguaje propio más allá de las
modas folcloristas y mexicanistas de los años en que desarrolló su carrera,
es decir, entre las décadas de los veintes y los cincuentas.
Nacida el 30 de octubre de 1902 (según otras versiones entre 1906 y 1908) en
San Juan de los Lagos, María Izquierdo encarnó la lucha por el reconocimiento
de la calidad creativa de la mujer artista dentro de una sociedad y de un
tiempo donde se consideraba que las mujeres supuestamente no estaban a la
altura del arte, no eran capaces de crear obras con la calidad de las que
hacían los hombres.
En esta batalla sólo Frida Kahlo, por otra vertiente pictórica, la acompañó
silenciosamente, tanto en el nivel cualitativo de sus cuadros y en la
capacidad para imponerse en un medio casi exclusivamente masculino, como en
el dolor que se esparció a lo largo de sus vidas y la intensidad de su pasión
por llevar a cabo lo que más amaban sobre la tierra: pintar.
María Izquierdo vivió pocos años en suelo jalisciense. Su primer acercamiento
con los pinceles y la pintura, a través de los juegos y las fantasías de la
infancia, lo tuvo en su natal San Juan de los Lagos. Pero fue ya adolescente,
cuando con su familia se trasladó a Saltillo, Coahuila, que inició el estudio
formal de las técnicas pictóricas en el popular Ateneo Fuente. Incluso
algunos críticos de arte afirman que en su etapa saltillense ella debió
asistir al taller del maestro Rubén Herrera, debido a la notable calidad de
sus piezas de tal época.
María dejó Saltillo y un matrimonio insufrible con un militar que empezó (por
decisión de su madre) cuando ella tenía 14 años. Llegó a la Ciudad de México
con sus tres pequeños hijos en la primavera de 1923. Al inscribirse ese mismo
año en la Academia de San Carlos, María Izquierdo impresionó gratamente a sus
maestros, especialmente a Germán Gedovius. Más allá de que en esa época se
vivía un conflicto interno en la Academia entre los seguidores del
academicismo y los buscadores de un cambio en los planes de estudio de la
institución, ella fue objeto de continuos ataques por parte estudiantes
varones que no toleraban que simplemente fuera mejor y tuviera más talento
que ellos. Ante las reiteradas agresiones, María decidió abandonar la
Academia y proseguir por su cuenta su formación como pintora y la incesante
búsqueda de ser valorada como artista en toda la extensión de la palabra.
Entre 1928 y 1929, participó en tres exposiciones colectivas, en las que
llamó poderosamente la atención del público, de la crítica y de otros
pintores, como Diego Rivera, quien reconoció "el certero manejo del
color, el uso de los materiales y la calidad del dibujo y en general de sus
obras".
A finales de 1929, María Izquierdo logró presentar su primera exposición
individual en la Galería de Arte Moderno del Teatro Nacional (hoy Palacio
Nacional de Bellas Artes). En esta muestra cautivó al público con su
resplandor, sus habilidades artísticas, sus renovadoras propuestas estéticas,
por lo cual se le consideró una auténtica revelación de la pintura mexicana.
Uno de los espectadores cautivados por las pinturas de María fue Rufino
Tamayo, con el que estableció un vínculo amistoso que influenció sus
criterios estéticos y éticos, su quehacer profesional y su vida cotidiana.
Gracias a las recomendaciones de este pintor, María Izquierdo se convirtió en
la primera mujer mexicana en exponer sus pinturas en el extranjero, al
inaugurar su exhibición en el Art Center de Nueva York en octubre de 1930.
El decenio de los treintas fue la etapa de consolidación de María Izquierdo:
además de dar clases de pintura en la Escuela de Artes Plásticas de la
Secretaría de Educación Pública, de participar en la fundaciones de la Casa
de los Artistas de América y de la célebre Liga de Escultores y Artistas
Revolucionarios (LEAR), de organizar en el Palacio de Bellas Artes la subasta
pública de obras de autores mexicanos con el fin de reunir fondos para
contribuir al pago de la deuda petrolera y de ser nombrada Embajadora del
Arte Mexicano, en 1933 fue invitada por el Metropolitan Museum de Nueva York
a formar parte de la magna exposición titulada Mexican Arts, en 1938 expuso
individualmente en París, y en 1939 representó en la Segunda Feria Mundial de
Nueva York a las artes plásticas mexicanas con un autorretrato que fue
adquirido por el Museo Riverside de Nueva York.
Pero no todo fue miel sobre hojuelas para María Izquierdo: no obstante ser
una artista de talla internacional continuamente recibía ataques, como los de
su primera juventud, de parte de pintores celosos de su éxito y de su buena
estrella. Tales calumnias y agresiones fueron las que le impidieron
incursionar en la pintura mural, ya que en dos ocasiones en que estaba a
punto de iniciar los trabajos de creación de murales, tanto en el Palacio de
Gobierno de Jalapa, Veracruz, como en el edificio del Departamento del
Distrito Federal, "misteriosamente" fueron cancelados los contratos
y suspendidas las obras muralísticas.
Atrás de estas cancelaciones estaban las manos de Diego Rivera, del grupo de
muralistas mexicanos y de la Escuela Mexicana de Pintura, quienes atacaban
sistemáticamente en los periódicos de la época a María Izquierdo, a su
pintura, a su estilo, a sus tendencias estilísticas, a su amistad con el
"traidor" Rufino Tamayo, ya que ambos no creían que el arte se
reducía a las visiones mexicanistas, ni estaban de acuerdo con aquellas
palabras de David Alfaro Siqueiros: "no hay más ruta que la nuestra".
Aunque la alianza pictórica con Rufino Tamayo continuó a lo largo de su
carrera, María Izquierdo no pudo dejar de sentirse frustrada y lastimada por
no poder crear murales, por ser vilipendiada, por no ser aceptada y
comprendida, por ser golpeada tanto debido a su condición de mujer y pintora.
Poco a poco el dolor, el ensimismamiento, la rabia, su desafortunada relación
sentimental y profesional con el pintor chileno Raúl Uribe..., la hicieron
empezar a repetirse, a perder interés por la experimentación y las nuevas
búsquedas, a dedicarse a los retratos por encargo, a paulatinamente ir
convirtiéndose en una sombra de ella misma. Acaso esta situación derivó en el
ataque de hemiplejía del invierno de 1948 que, irónicamente, le dejó
paralizada la mitad derecha de su cuerpo.
Pero el resplandor de María Izquierdo siguió brillando unos años más. Ella se
sobrepuso a la enfermedad, se enseñó a usar la mano izquierda y volvió a
pintar dos años más tarde, con muchos apuros y sin alcanzar la calidad de sus
mejores tiempos. En esa temporada en el infierno de la parálisis fueron
subastadas a muy buenos precios sus obras, las cuales pasaron a manos de
coleccionistas públicos y privados que esperaban de un momento a otro la
muerte de la artista para que, siguiendo los criterios del mercado del arte,
las piezas alcanzaran una mejor cotización.
Las pinturas de María Izquierdo irradian una luz inconfundible, una luz que
no está fundamentada estéticamente en lo anecdótico o en las peculiaridades
nacionalistas, una luz que mira con libertad la tela a través de los ojos de
la imaginación y el placer, de la exaltación de los colores y la celebración
de la ruptura de las fronteras, de la infinita capacidad de jugar y de la
negación a la autocomplacencia, de la pasión por crear y por creer en las
búsquedas propias.
Aunque ella no les quería dar gusto a los mercaderes del arte y prefería
seguir internándose en el enigma de la vida y de los lienzos, una recaída en
su enfermedad la condujo al final. María Izquierdo murió el 3 de diciembre de
1955. No es una frase hecha decir que su resplandor sigue iluminándonos con
sus obras y su ejemplo, sobre todo en Jalisco, donde tan pocas creadoras
plásticas han logrado adquirir la trascendencia artística e histórica que
posee María Izquierdo.
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