Siete pintores en
Bellas Artes Por: Olivier Debroise http://www.latinartcritic.com
Cecil Crawford
O’Gorman, ingeniero de minas radicado en México desde 1895, cultivó la
pintura como dilettante aristocrático, y expuso en
contadas ocasiones sus minuciosos retratos en casas particulares. A finales
del siglo XIX y aún en éste, la práctica de una de las Bellas Artes era signo
de status social, privilegio de casta: fuera de algunos individuos
excepcionalmente dotados por la naturaleza, el talento denotaba a la elite.
Así como las señoritas de buena familia dedicaban varias horas semanales al
piano, los varones, entre clases de francés y paseos por Plateros, podían
entregarse a la noble ocupación de representar la naturaleza. Aunque el
abolengo no era criterio de selección, en el XIX, la Escuela Nacional de
Bellas Artes reclutaba entre las clases pudientes sus mejores elementos. Una
tradición que seguía vigente en las primeras décadas de este siglo. Entre
otros, el joven Agustín Lazo Adalid, descendiente de dos prominentes familias
mexicanas, asístió desde 1917 a las élases de Saturnino Herrán y
viajó a Francia, como debe de ser, a los 26 años, en pleno "renacimiento
mexicano". En la otrora "capital mundial del arte", se mezcló
con la vanguardia artística de la primera postguerra.
También conoció ahí a Alfonso Michel, hijo de un
terrateniente colimense, que había huido muy joven de la doble opresión
provinciana y familiar, y paseaba su ocio y su desencanto por los puertos
europeos extrañando el tropicalísimo rancho de su infancia. Agustín y Alfonso
compartieron una buhardilla en París; compartieron también, sobra decirlo,
amistades e intereses intelectuales: cada quien a su manera asimiló rasgos de
surrealismo vigoroso en los años veinte. Manuel González
Serrano y Emilio Baz
Viaud, veinte años menores que Lazo y Michel, también padecieron en la infancia la opresión de
familias en extremo religiosas, aferradas a valores morales obsoletos, tal
vez, pero vigentes en determinados sectores. Para González Serrano, la
práctica de la pintura representó una forma de liberación neurótica,
compensación de los terribles desgarramientos de una sexualidad reprimida, de
un misticismo irresuelto que se expresaba por medio de la blasfemia. Por el
contrario, para Emilio Baz, la pintura era una
manera de vencer el spleen cotidiano. Al respecto,
la discreción que marca sus primeros años parece prueba evidente de antiprofesionalismo llevado a sus últimas consecuencias
(desde entonces, Baz ha evolucionado y se resiste
menos en aparecer como una auténtico pintor). Crawford O’Gorman, Alfonso Michel, Manuel González
Serrano, Emilio Baz Viaud
no consideraban la pintura como un oficio, sino como un pasatiempo.
Produjeron poco, en los momentos que les dejaban libres otras actividades, su
vida social o sus enfermedades. En ese sentido, prolongan la tradición del dilettantismo decimonónico. Agustín Lazo, por el
contrario, dedicó gran parte de su tiempo al estudio, convirtiéndose en un
verdadero erudito, como lo comprueban sus ensayos. Dio clases en La Esmeralda
y, en su momento, llegó a ser el más prolífico y uno de los mejores
escenógrafos del teatro mexicano. Antonio Ruiz, no obstante la escasez de su
producción plástica puede considerarse asimismo como un
"profesional" del arte: escenógrafo también, de cine y de teatro,
fue maestro y, durante años, director de La Esmeralda. A pesar de las
limitaciones debidas a una grave enfermedad, Francisco Gutiérrez se inició
como grabador y litógrafo comercial, afinó su técnica en la Escuela Nacional
de Artes Plásticas con Francisco Díaz de León y fue también maestro de
grabado. Gutiérrez y Ruiz, a diferencia de los anteriores, tenían que vivir
de su arte para mantener sus respectivas familias. La exposición de siete
pintores disímbolos, supuestamente vinculados con
la llamada "escuela mexicana de pintura", revela más bien las
carencias, o la inercia, de la plástica mexicana anterior a 1960. Los
pintores muralistas instauraron, desde los primeros años veinte, nuevos
mecanismos de reconocimiento al proponer una función de la pintura que
trascendía lo decorativo, pero dejaron intacto el medio artístico en sí. Sin
mercado potencial, sin mecanismos de difusión adecuados, los movimientos
pictóricos no podían organizarse, y estaban condenados a desaparecer. Las
limitaciones (financieras, pero también ideológicas) impuestas a los pintores
acabaron con las Escuelas al aire libre, con el estridentismo,
y con las posibilidades de desarrollo de varias personalidades. Manuel
González Serrano puede, en ese sentido, considerarse como un caso límite. Si
el pintor no poseía los medios personales de entregarse a su arte, se volvía
"chambista", compitiendo con los
"grandes" del muralismo para apropiarse de muros públicos, o se
dedicaba a la docencia. En los años treinta y cuarenta, el cine y el teatro
proporcionaron también fuentes de trabajo a los pintores. Pero en numerosas
ocasiones, la pintura siguió siendo, como en el siglo pasado, un grato
pasatiempo, algo intrascendente, y privilegio de unos cuantos. En esto reside
la paradoja insoluble del arte en el siglo XX, a la vez sobrevalorado
como trabajo intelectual, medio de expresión, instrumento de prestigio y de
reconocimiento, y absolutamente desvinculado de la economía (al grado de
tener que crear su propio mercado paralelo sobre bases artificiales). Una exposición de esta índole,
que no presenta un grupo de artistas afines o contemporáneos, sin hilo
conductor estético, sólo se justifica por un legítimo afán de recuperar
valores individuales olvidados, e incurre irremediablemente en omisiones:
está deliberadamente sujeto a la subjetividad y al gusto particular de los
organizadores. La confrontación de obras disímbolas
va en detrimento, a veces, de la reivindicación. Caso concreto, los cuadros
agresivos y de gran tamaño de González Serrano opacan las diminutas obras de
Antonio Ruiz que se caracterizan por su discreción. Asimismo, los escasos
diecisiete cuadros expuestos de Agustín Lazo proporcionan una muy deslucida
muestra de su producción. En realidad, cada uno de los siete pintores
requiere de un análisis por separado, que evite la contingencia deformante. Cecil Crawford O’Gorman Con la delicadeza de los miniaturistas del
siglo pasado que pintaban al óleo sobre marfil o pedazos de concha, retratos
que hoy llamaríamos "fotográficos", Cecil Crawford
representa a sus parientes y a sus amigos cercanos. El óleo muy aguado, y el
temple, aplicados a la usanza antigua, le permiten representar hasta en sus
más íntimos detalles las sombras discretas, los pliegues de un vestido o los
paisajes diminutos de los fondos. En extremo convencionales, los retratos de Crawford se ajustan a las reglas de representación más
tradicionales: el personaje aparece, como en las cartes-de-visite
fotográficas, rodeado de los elementos que lo significan. Así, el mismo Crawford se representa en su laboratorio, manipulando
tubos químicos que indican su oficio. La obra de Cecil Crawford
permite documentar las fuentes técnicas e iconográficas de su hijo, el
arquitecto Juan O’Gorman, uno de los primeros en importar a México el
funcionalismo de la Bauhaus, y quien fuera también
discípulo de Frida Kahlo y de Diego Rivera. En los
últimos años de su vida, Juan O’Gorman pintó una serie de retratos sociales
que resultan casi idénticos a los de su padre, aunque más ingeniosos. Agustín Lazo La producción plástica de Agustín Lazo fue
bastante más extensa de lo que dejan entrever esta exposición y la muestra
organizada (tal vez un poco apresuradamente) por el MUNAL en 1982, como
complemento al homenaje al grupo literario de los Contemporáneos. Sus obras
tempranas están marcadas por las tendencias que se ensayaban en México en los
años postreros de la Revolución: un postimpresionismo vagamente matizado por
el fauvismo en 1920 revela su proximidad con Alfredo Ramos Martínez, director
entonces de la Escuela Nacional de Bellas Artes; algunas acuarelas naïves delatan su paso, en 1924, por la Dirección de
Dibujo y Trabajos Manuales de la SEP que dirigieron sucesivamente Adolfo Best Maugard y Manuel Rodríguez
Lozano. En 1923, a raíz de su primer viaje a Francia, la personalidad de Lazo
se afirma: las Botellas que se exponen ahora comprueban su afinidad
con el grupo de vanguardia italiano Novecento; la influencia de De Chirico marca la
abundante y ¿desaparecida? obra parisiense de Lazo. Amigo de Robert Desnos -ese mexicano de
corazón que nunca llegó a Veracruz-, Agustín Lazo se deja contaminar por las
ideas surrealistas que se transparentan en sus obras claustrofóbicas de los
años treinta, puestas en escenas casi teatrales de interiores burgueses donde
suceden cosas indecibles. Alfonso Michel En julio de 1923, Alfonso Michel le escribe a su hermana Maruxa
desde Berlín: "Un día de otoño, cogeré un barco en Hamburgo como lo tomé
un día despring en Frisco
y haré proa hacía el terruño, y en la travesía me taparé los oídos con wax para no oír las nereidas que tienen las melenas silver and pearl
y las green sea waves se
las enredan en los cabellos a Ruth Saint Denis en
la balada del mar, y como Ulises prudente llegaré a Venecia y habrá gran joy y haremos mevyn. (sic) e iremos al rancho todos juntos y pintaré el Pacífico
y en los medios días de cobalto de la Boca veremos otra vez las garzas
morenas rosa pink volando south
ward y los tritones soplarán sus horns y en una noche de luna en el Boca veremos (con un
poco de buena voluntad) transparentarse la ‘ola verde’que la honey coloured moon hará ‘ola ópalo’. Diving like a sea gull al peludo
‘gentil de uñas verdes...’ Y Herrera azotará ‘supita’ y eso será ‘plus
gentil’. Y después, cuando ya no sepa decir après, cuando el tiempo con mi padre el sol me ponga negro y gordo como
Chipe (Dios me guarde), cuando ya no tenga bríos para reírme de los primos
que me tiren piedras, entonces me santiguaré y yo también tiraré piedras a
las ‘raras avis’ que pasen por Colima y, como lo
que pasó nunca fue sólo quedarán restos de trapos en París, y esos trapos
demasiado estrechos tal vez (¡ay!) para mi espalda serán chiffons
para limpiar pinceles y después, como nada es eterno aquí abajo, esos chiffons harán compañías a las hojas de palapa para hacer una lumbrada y después... Humo… Humo… -y
se nos mete en los ojos y nos hace llorar". Proscrito -como años después
lo será Chucho Reyes de Guadalajara- Alfonso Michel
abando-na Colima a los
veinticinco años. Durante una década vagabundea entre Berlín y Hamburgo,
París y Venecia. Visita Egipto, Marruecos, Portugal. Escribe innumerables
cartas a sus hermanas y a los pocos amigos que dejó en Tecomán.
Se mantiene haciendo ilustraciones de moda, carteles y diseños comerciales.
Estudia en diversas academias privadas, al azar de los viajes. Según se desprende
de su correspondencia, expone varías veces. No obstante, la obra de esta
época no se ha localizado. A la muerte de su hermano mayor, regresa al rancho
familiar. Traba amistad entonces con Roberto Montenegro. En los cuarenta,
impulsado por Inés Amor, instala su taller en una casa de vecindad de Tacuba, y se dedica a pintar cuadros de pasta espesa, de
violentos colores y volúmenes triturados, en los que se filtra la influencia
de Picasso. Las naturalezas muertas, sobre todo,
indican su proximidad con los primeros "abstractos líricos"
franceses de la postguerra. En la ciudad de México,
Alfonso Michel dejó el recuerdo de una "rara avis": con pantalones de mezclilla y camisetas de
marinero, con una mochila llena de tiliches al hombro, maquillado, deambulaba
a los sesenta y tantos año por las calles del
centro, entre risas burlonas y miradas indignadas. Su estatura, y su aspecto
fornido contrastaban con su manera de vestir extravagante. Alfonso Michel "Chopin",
murió en 1957 de un enfisema secreto que no había querido curar. Su última
obra -que se exhibe ahora-, desgarrada, agresiva, se distingue por su
originalidad, aunque esté marcada por su época: de hecho Michel
es uno de los priméros -junto con Tamayo- en
recurrir a la materia pictórica para componer sus cuadros. Manuel González Serrano Ciertas obras, marcadas por el
surrealismo, solicitan con avidez estudios de corte psicoanalítico, porque
los elementos biográficos, filtrados, los símbolos y las referencias remiten
a sentimientos o a acontecimientos demasiado concretos. Manuel González
Serrano, así como Frida Kahlo, pinta de manera
convencional, en base a recetas académicas, imágenes plagadas de
reminiscencias fantásticas interpretadas de antemano por el freudismo. Nada
menos espontáneo que estas composiciones con objetos, que sólo adoptan las
convenciones de la naturaleza muerta para conformar alegorías torturadas.
Lírico, cuando representa paisajes yermos que connotan sus autorretratos;
místico, cuando se representa crucificado, González Serrano busca
deliberadamente despertar compasión. La obviedad con la que simboliza sus
obsesiones, sin embargo, resta violencia a sus cuadros. Francisco Gutiérrez Picasso con el color de Marie Laurencin.
Aunque en algunas acuarelas, Francisco Gutiérrez denote un excelente
dibujante, el conjunto de sus trabajos, demasiado marcado por una voluntad de
ser moderno que sólo desemboca en una obra "de época", no alcanza a
ser verdaderamente armonioso. Antonio Ruiz, El Corcito Aunque sus cuadros no se hablan visto
desde 1964, Antonio Ruiz es, con Agustín Lazo, el más conocido de los
pintores expuestos, sus miniaturas, en numerosas ocasiones han sido
reproducidas, no sólo en catálogos, sino en forma de ilustraciones. Nacido en
Texcoco, vivió gran parte de su vida por el rumbo
de la Villa. Se dejó influir, en un determinado momento, por el surrealismo,
y produjo, para la Exposición del Surrealismo de 1940, el memorable Sueño
de la Malinche. Sin embargo, los mejores
cuadros de Ruiz son, sin duda, aquellas diminutas escenas costumbristas, a
veces pérfidamente irónicas, en las que aparecen personajes característicos,
aunque no típicos, de la ciudad de México en los años 1920-1940: el Chucho,
Las changuitas, etcétera. Emilio Raz Viaud Extrañamente, a pesar de la diferencia
generacional, los retratos de Emilio Baz Viaud (el único pintor vivo de la muestra) recuerdan los
de Cecil Crawford O’Gorman. Con la misma
delicadeza, Emilio Baz retrata a una sociedad, y
sus cuadros no están destinados a la exposición, sino a la casa particular.
Algunos recuerdan, tanto por la composición como por la inclusión de
elementos iconográficos derivados de la retratística
popular del siglo XIX, los retratos que Diego Rivera realiza en los años
treinta y cuarenta; sin embargo, los cuadros más interesantes de Baz son aquellos que, sin dejar de ser retratos, pueden
también ser vistos como escenas costumbristas, algo íntimas, capturadas por
una sensibilidad refinada, ya que denotan cierta influencia de Julio
Castellanos. Emilio Baz nunca había expuesto: sus
cuadros tenían un destinatario, y el pintor podía prescindir de cualquier
intermediario. No obstante, después de un largo periodo de recesión, Baz decidió convertirse en un pintor
"profesional" y, mientras su primera época se expone en el Palacio
de Bellas Artes, en una galería enseña su producción reciente: composiciones
abstractas de puro color, que recuerdan por la factura las de Günther Gerzso, aunque la gama
cromática sea más próxima a la de Luis García Guerrero. Paradójicamente (pero
esto también revela algunas de las trampas del "profesionalismo
artístico"), Baz Viaud
retoma un modernismo abstracto para conformar su "verdadera" obra
pictórica. |